
La asesina de los bombones
- Clasificación: Asesina
- Características: Envenenadora
- Número de víctimas: 1
- Fecha del crimen: 1 de junio de 1871
- Fecha de nacimiento: 3 de octubre de 1828
- Perfil de la víctima: Sidney Albert Barker, de 4 años
- Método del crimen: Veneno (Estricnina)
- Lugar: Brighton, Inglaterra, Gran Bretaña
- Estado: Internada en el Psiquiátrico Penitenciario de Broadmoor. Murió en 19 de septiembre de 1907
Christiana Edmunds: los bombones envenenados
Leonard Gribble – Mujeres asesinas – Ed. Molino – Barcelona, 1966
En un soleado día de 1870, una mujer de edad incierta abandonó su casa de la señorial plaza de Gloucester, en Brighton, para dar un paseo.
Iba elegantemente vestida, con ropas que realzaban su gentil figura y bajo su diminuto sombrero su cabellera rubia atraía las miradas de los hombres.
Sorprendió la admirativa ojeada que le lanzaba un transeúnte. La mujer aminoró la marcha y experimentó una sensación que hubiera resultado más apropiada en una mujer de veinte años.
Algo había sucedido en el brevísimo espacio de tiempo en que se cruzaron sus miradas. Algo que cambiaría radicalmente la vida de Christiana Edmunds y la convertiría en una tragedia.
Se había enamorado. Aunque parezca ridículo, así era. Lo triste del caso es que la mirada del transeúnte había sido totalmente impersonal.
El desconocido, que era en realidad el doctor Beard, afamado médico de la localidad, no sospechó el efecto que causó su mirada en la desconocida.
Christiana decidió conocer la identidad del hombre que la miró por la calle, y no le costó gran trabajo. Al enterarse de que era un hombre casado y con hijos no cejó en su propósito. Si ella creía que estaba enamorada no abandonaría la lucha.
Christiana Edmunds contaba una edad en la que ya no tenía que rendir cuentas de sus actos. Tenía en aquella época 42 años, aparentaba 32 y admitía que tenía 33.
Vivía con su madre, viuda de un ingeniero y arquitecto que pasó la mayor parte de su vida en Margate, donde construyó el faro y algunos servicios públicos antes de morir. Su apenada viuda abandonó aquella ciudad que tan amargos recuerdos traía a su mente y se fue a otra, con la esperanza de un porvenir más alegre.
En 1870 Christiana era la única hija que le quedaba con vida, y esta pobre e infortunada mujer trataba a su hija de más de cuarenta años como si todavía se tratara de una niña.
Cuando un día o dos después de dar aquel paseo por las calles de Brighton, Christiana Edmunds se metió en la cama, su madre se alarmó.
-Querida, no sé qué puedes haber comido que te haya hacho tanto daño -exclamó la señora Edmunds-. Creo que será mejor que mande a buscar al doctor.
-Hazlo, mamá -solicitó Christiana con los ojos muy abiertos y el cabello suelto sobre la almohada-. Llama al doctor Beard. Me han dicho que es un gran médico.
-Yo no lo he oído nombrar en mi vida -protestó su madre.
-Tengo anotada su dirección en mi agenda, mamá.
Poco después de esta conversación el doctor Beard llegaba a la casa de la plaza de Gloucester, situada junto a la iglesia de San Pedro. El médico, que ignoraba el efecto ejercido por él sobre Christiana, se sorprendió bastante al ver lo rápidamente que se recuperaba. No abrigaba la menor duda de que su paciente era una mujer encantadora, a quien agradaba su compañía y junto a la cual se sentía halagado. El doctor Beard comprendía que en aquella casa se le trataba como a un hombre. Esto en vez de ponerle en guardia, lo animó a entablar amistad con ambas mujeres.
El doctor encontraba a su nueva paciente interesante y atractiva, y experimentó el encanto que emanaba su persona, aunque no hasta el punto que hubiera deseado la enferma.
Fue un loco al permitir que ella le escribiese y más el tono en que pronto adquirieron sus cartas. De no serlo hubiese debido zanjar aquella correspondencia con toda brutalidad si hubiese sido necesario, después de recibir la primera misiva con el encabezamiento de «Caro mio» en la que aludía a un «beso apasionado» y firmaba «Dorothea».
El doctor Beard demostró ser muy inocente al creer que las cosas podían continuar como hasta entonces. Es cierto que no deseaba perder tan buena cliente, ya que sus visitas a la plaza de Gloucester le proporcionaban considerables ingresos. Cualesquiera que fuesen los motivos, adoptó la peor de todas las soluciones. Presentó a su esposa a Christiana Edmunds. La rubia mujer que se creía enamorada de un hombre casado, se convirtió en amiga de la familia Beard.
Este nuevo estado de cosas no interrumpió las cartas de «Dorothea» a «Caro mio», sino todo lo contrario. La correspondencia prosiguió y los términos en ella empleados, en vez de alarmar al esposo y padre de familia, consiguieron el efecto contrario. Guardó las cartas y las leyó una y otra vez hasta aprendérselas de memoria. Le proporcionaban un íntimo placer que no confesó a su esposa. Si ésta conocía la existencia de las cartas, nunca lo mencionó.
Era un secreto únicamente compartido por el doctor y su hermosa paciente, convertida en amiga de la familia. Por aquel tiempo «Dorothea» se refería a «la esposa» como invariablemente denominaba a la señora Beard en su correspondencia con el hombre que amaba, en términos claramente despreciativos, ya que como es natural y por su culpa, «Dorothea» no podía mantener estrechas relaciones con su «caro mio».
El hecho de que continuara sin reaccionar animó a Christiana Edmunds a proseguirlas y a continuar visitando a su familia. En algunas ocasiones llevaba regalos a «la esposa».
Uno de estos obsequios lo llevó en el mes de marzo de 1871. Se trataba de una caja de bombones. Aquel día Christiana Edmunds acudió a visitarlos por la tarde, cuando la señora Beard se hallaba sola en la casa.
-¡Qué alegría! -exclamó la esposa del doctor dando la bienvenida a la inesperada visita-. Lamento hallarme sola en casa.
-No importa. Así podremos charlar más a gusto.
Oyendo esta conversación nadie que les hubiese visto habría creído que Christiana Edmunds hablaba con «la esposa» de las cartas firmadas por «Dorothea».
Ambas mujeres, pasaron a la sala de estar y mantuvieron una trivial conversación sobre el tiempo. La visitante abrió la caja de bombones.
-He comprado esto para usted, querida señora Beard, creyendo que le gustarían. A mí me encantan. Pruebe este exquisito bombón de trufa.
Christiana Edmunds eligió un bombón de la caja y levantándose de su asiento lo metió casi por la fuerza en la boca de la otra mujer. La señora Beard sorprendida ante el comportamiento de Christiana no tuvo más remedio que abrir la boca y comenzar a masticar el bombón.
Inmediatamente una mueca de disgusto apareció en su rostro.
-¡Oh! -exclamó-. ¡Es horrible! No puedo tragarlo. Seguramente el chocolate no está en buenas condiciones.
Sacó su pañuelo y escupió en él los restos de aquel repugnante chocolate.
-¡Cuánto lo siento! Nunca me había sucedido con anterioridad -afirmó la visitante-. Tenga, tome este otro para quitarse el mal sabor.
-No, no puedo, señorita Edmunds -protestó-. Tengo miedo de haber ingerido algo del otro bombón y que me haga daño.
-¿Se encuentra mal? -preguntó ansiosamente Christiana.
Poco después se despidió y marchó. No parecía preocupada por el desagradable incidente, quizá porque no quiso que la señora Beard recordase con demasiada precisión lo sucedido. Sin embargo, algunas horas más tarde, la señora Beard recordó la visita cuando experimentó un agudo dolor de estómago y terribles náuseas que le hicieron casi perder el conocimiento. No dijo nada a su esposo de la visita cuando éste regresó a su casa, pero maldijo a la señorita Edmunds y a sus bombones.
Durante dos días ocultó su malestar, pero como esposa de un médico conocía los síntomas de un envenenamiento y comprendió que Christiana Edmunds había intentado envenenarla.
Refirió lo ocurrido a su marido. Al principio éste no lo prestó ningún crédito, pero cuando su mujer le refirió los agudos dolores de estómago que había experimentado y las náuseas, se asustó seriamente.
-Deja este asunto en mis manos, querida -dijo-. Yo hablaré con esa joven. Nunca más volverá a poner los pies en esta casa.
Entonces, casi demasiado tarde, salió de su indiferente apatía y solicitó mediante una nota enviada a la plaza de Gloucester una entrevista con la señorita Edmunds para tratar confidencialmente de un asunto muy personal.
Cuando se encontraron no mantuvieron una entrevista precisamente cordial. No era «caro mio» el que se dirigía a «Dorothea», sino un padre indignado y un marido ofendido que no tardó en contar a Christiana Edmunds la acusación hecha por su esposa.
-Además -dijo antes de que ella pudiese protestar o interrumpirlo- estoy convencido de que es cierto, que usted intentó envenenarla. También deseo advertirle que no será bienvenida en mi casa y advertirle de que no solicite más mis servicios profesionales.
«Dorothea» no supo qué responder. Su boca permaneció muda, pero sus ojos despedían chispas. «Caro mio», habiendo dicho todo cuanto tenía que decir, inició la retirada.
Christiana Edmunds se apresuró a regresar a casa. Cuando llegó parecía deshecha y a punto de perder el dominio de sus nervios.
-¡El doctor me ha acusado de atentar contra la vida de su esposa! -refirió a la atónita e intranquila señora Edmunds-: ¡Yo! ¡Decir que soy una asesina! ¡Me volveré loca! -Dejó caer los brazos a lo largo del cuerpo y sus ojos recorrieron extraviadamente la habitación-. ¡Me volveré loca! ¡Me volveré loca!
La señora Edmunds miró a su hija con los ojos cuajados de lágrimas. Existía un terrible secreto que durante años guardara celosamente con la esperanza de no tener que confesarlo nunca.
Dijo con voz ahogada:
-¡Pobre hija mía! Estás loca realmente.
Esta frase, pronunciada con tanta amargura, apaciguó a su hija. Permaneció quieta mirando a su madre y analizando el significado de semejante revelación.
Aquel fue un momento de absoluta sinceridad entre madre e hija. La señora Edmunds salió de su mutismo habitual para explicarle a su hija aquel terrible secreto familiar. En ambas ramas de la familia se habían dado casos de locura. Sin embargo, antes de que la señora Edmunds tuviese tiempo de finalizar su relato, un brillo lució en los hermosos ojos de su hija.
-Debe retractarse -musitó-. ¡Debe presentarme sus excusas! ¡Quiero que me presente sus excusas!
Los instantes de paz que habían sucedido a la revelación de la madre desaparecieron. La hija parecía obstinada, rechazando todos los prudentes consejos que le recomendaba su madre, repitiendo una y otra vez que deseaba que aquel hombre que tan indignamente la había tratado, le presentase sus excusas.
Cuando su madre dijo que sería mejor olvidar aquel desagradable incidente, comenzó a gritar:
-¡Quiero que mi nombre quede limpio! ¡Quiero que me ofrezca sus disculpas!
La señora Edmunds meneó tristemente la cabeza, cerró los ojos llenos de lágrimas y la ayudó a redactar una carta para el doctor Beard, en la cual le advertían que de no retractarse formalmente de lo dicho, lo llevarían a los tribunales.
Enviaron la carta y no llegó la respuesta.
El doctor Beard, olvidando las apasionadas cartas de «Dorothea», se refugió en un digno silencio. Es indudable que en aquellos días las relaciones entre el matrimonio eran algo tirantes. La señora Beard era una mujer muy inteligente y no tardó en comprender lo sucedido. Había ganado la batalla y cualquier indiscreción por su parte le haría perder la ventaja moral obtenida. Decidió pues no volver a mencionar aquel asunto.
Mientras, en la plaza de Gloucester, la angustiada «Dorothea» maquinaba un plan; ya que se hallaba dispuesta a demostrar su inocencia ante «caro mio», que continuaba siendo a pesar de su ingratitud y desprecio, el único objeto de su vida. Al decidirse a actuar, lo hizo buscando el modo de justificarse. Comprendió que había fallado en la primera tentativa, pero decidió probar fortuna nuevamente. Procedería sutilmente y esta vez no fracasaría.
Su desprecio por «la esposa» se convirtió en odio.
Christiana Edmunds se transformó en un ser criminal y resolvió plasmar su decisión en algo más estimulante que escribir cartas. En años anteriores no había tenido ocasión de emplear la astucia con que estaba dotada. Ahora descubrió que podía ser una auténtica diablesa, y este hecho la excitó sobremanera.
Según creía la madre, Christiana se había recuperado por completo de la depresión nerviosa que tan catastróficas consecuencia pudo haber tenido. La señora Edmunds únicamente deseaba vivir en paz y rogaba a Dios que el cartero no dejase una carta que la perturbase.
Vio como su hija volvía a dar los solitarios paseos y deseó que el saludable aire marino la ayudase a recobrar su anterior tranquilidad de espíritu. La señora Edmunds, que rebeló su terrible secreto en un momento sumamente angustioso, no dudaba de hallarse en su sano juicio, y en cuanto a Christiana, parecía haberse reintegrado a la monotonía de la vida cotidiana, interrumpida sólo por la mirada que le dirigiera algún transeúnte desconocido.
Sin embargo, ahora era Christiana Edmunds la que guardaba un secreto y actuaba con tanta precaución y cautela que ni quiera su vigilante madre pudo sospecharlo.
En uno de sus solitarios paseos se dirigió a uno de los peores barrios de la ciudad. Al doblar una esquina vio algunos niños que jugaban en el arroyo. Llamó a uno de los rapaces, y cuando llegó a su altura, le preguntó si quería hacerle un encargo.
Dispuesto a ganar algunos peniques, el muchacho accedió gustoso.
-Muy bien -exclamó Christiana sonriendo amistosamente-. Quiero que vayas a cierta tienda y compres unos bombones. Te esperaré en la esquina de la calle Portland. ¿Querrás hacerme este favor?
-Sí, señora.
-Bien. Presta atención.
Le indicó el nombre de la tienda, lo que tenía que comprar y el lugar en que lo esperaba. Le dio el dinero justo para asegurarse de que no desaparecería con la vuelta.
Cuando el muchacho llegó a la esquina indicada, la desconocida ya se hallaba aguardándolo.
El muchacho entregó la caja de bombones, recibió algunos peniques y se alejó corriendo. Christiana Edmunds sonrió pensando, en la facilidad con que había conseguido su propósito.
En la soledad de su habitación buscó los restos de la estricnina que conservara del envenenamiento de los bombones de la señora Beard. Es presumible que Christiana Edmunds no introdujera en los bombones poca cantidad de veneno. Cuando hubo rellenado todos los bombones, los volvió a envolver con el papel de la tienda.
Uno o dos días después salió llevándoselos en el bolso, para dar su habitual paseo. Se dirigió a otro de los barrios pobres de la ciudad y encontró pronto a un muchacho dispuesto a devolver los bombones a la tienda para que se los cambiasen, ya que en lugar de los que ella había solicitado, le fueron entregados otros por equivocación.
El tendero no se hizo repetir la orden. Guardó aquellos bombones en su caja correspondiente y entregó una cantidad equivalente de la otra clase. El muchacho llevó los bombones al lugar indicado y, tras cobrar los peniques prometidos, se marchó alegremente. Christiana Edmunds repitió esta maniobra dos o tres veces más.
Aguardaba ahora una muerte que a buen seguro no tardaría en producirse. Esperaba impaciente el efecto que dicha muerte causaría en el doctor Beard. Alguien resultaría pronto envenenado por los bombones de aquella tienda. Se produciría un gran revuelo y podría demostrarle al doctor Beard que ella no tenía ninguna culpa del amago de envenenamiento sufrido por su esposa.
Este procedimiento parecía sencillo y eficaz.
No tuvo que aguardar demasiado tiempo para comprobar que su diabólica astucia había surtido el efecto deseado.
El pequeño Sidney Albert Barker de cuatro años de edad, tomó uno de los bombones que su tío acababa de comprar en la tienda y lo comió glotonamente.
Quizá lo comió íntegro o sólo llegó a tragarse una parte, pero el caso es que fallecía a los veinte minutos víctima de agudos dolores en el vientre.
El médico que examinó al niño informó del caso al forense. En la investigación varias personas [que] acudieron a declarar se habían sentido enfermas después de probar aquello horribles bombones comprados en dicha tienda.
La policía acudió a interrogar al tendero al propósito de obtener muestras de ambas clases de bombones. El pobre hombre, muy apenado, les informó que había arrojado todos al fuego.
Al reanudarse la investigación, una señora desconocida de la familia Barker y del forense, acudió a aprestar testimonio. Dijo que ella misma había experimentado el mal sabor de los bombones de aquella tienda y que algunos de sus amigos se sintieron enfermos después de haberlos comido. Incluso afirmó que después de haberlo comido, ella se sintió «enferma, mareada y experimenté sensación de ardor en la lengua». También explicó que al quejarse al dueño, éste, indignado, le replicó que hasta entonces no había tenido queja alguna de sus bombones y que los elaboraba con chocolates de reconocido prestigio.
Tras esta declaración tuvo lugar la del doctor Lethaby, el médico que atendió al niño. En su informe dijo que el pequeño Sidney había muerto envenenado por estricnina.
Aun después de que el jurado hubiera pronunciado demasiado satisfactorio veredicto de «muerte accidental», la persona de quien hablaba todo el mundo en Brighton no era el doctor Lethaby, sino Christiana Edmunds, la mujer se había presentado voluntariamente para ayudar a la policía en la investigación.
Los periódicos locales y la mayoría de los nacionales hablaron del caso y es lógico suponer que el doctor Beard, único motivo por el que Christiana Edmunds ideara aquel diabólico plan, leyese entre líneas la vindicación de aquella mujer que durante cierto tiempo creyó una asesina.
Aunque así fuese, no se recibió ninguna carta en la plaza de Gloucester, donde Christiana, sentada en su habitación, maquinaba nuevos planes.
Cartas de un desconocido que firmaba con los seudónimos de «Justiciero» y «Comerciante indignado» se recibieron en casa de los padres de la víctima. En ellas se les apremiaba para que entablasen una acción judicial contra el infortunado tendero que había vendido los bombones. Dichas cartas se publicaron en la prensa local.
Poco tiempo después, algunos habitantes de Brigthon recibieron por correo y paquete postal cajas de frutas, ramos de flores y pasteles acompañados de misivas que permitían suponer que el remitente era amigo de la familia. Muchos de los que recibieron aquellos regalos cayeron enfermos. Uno de los dichos paquetes iba acompañado de la siguiente tarjeta:
«Os envío algunos pasteles casero [caseros] para los niños, se los he hecho con el sabor que más le gusta. Me figuro que no puedo engañaros y ya sabéis quien os lo envía. Deseo que os llegue esta y que se hallen en buen estado.»
La mayoría de los paquetes fueron depositados en Brigthon, pero algunos llegaron a la ciudad procedentes de Londres. Aparentemente, Christiana Edmunds también recibió uno de esos paquetes, ya que acudió a la policía, llamó torpes e idiotas a sus miembros y les pidió que actuasen rápidamente. Sus peticiones fueron atendidas por un policía imperturbable que recordó que la mujer que tenía ante él era la misma que se presentó voluntariamente a declarar en la investigación de la muerte del pequeño Barker.
La propia Christiana Edmunds aceleró el descubrimiento de su crimen.
El 17 de agosto de 1871, el jefe de policía publicó un anuncio en el Brighton Daily News en el cuál ofrecía una recompensa de veinte libras al que proporcionase una información que permitiese detener al envenenador.
Nuevamente, Brigthon se sintió invadido por una ola de terror. Uno de los lectores del anuncio del jefe de policía fue un químico que recordó haber facilitado gran cantidad de estricnina a la señora Christiana Edmunds. Escribió una carta informando al jefe de policía, el señor George White, que no perdió el tiempo y encargó al inspector Gibbs que acudiese a interrogar a dicha mujer.
Gibbs examinó las firmas de Christiana Edmunds enviadas por el químico. Parecían falsas. Después comparó la letra con las cartas recibidas por el padre de Sidney Barker. Descubrió entre ellas notables similitudes; obtuvo iguales resultado cuando comparó dicha letra con las misivas que acompañaban las frutas y flores envenenadas.
No tardó, pues, demasiado tiempo el inspector en ir a visitar al doctor Beard. Cuando salió de aquella casa, Gibbs tenía la certeza de que conocía lo sucedido. Cuando explicó sus pesquisas al ansioso jefe de policía, éste le envió sin pérdida de tiempo a interrogar a Chistiana Edmunds.
Ésta se hallaba tranquilamente sentada en su habitación posiblemente pensando en la carta que le escribiría al doctor Beard y felicitándose por su astucia, cuando entró su madre para anunciarle que un inspector de policía deseaba verla. Creyendo que solicitarían de ella alguna información, puesto que le parecía imposible que hubiesen descubierto su superchería, bajó tranquilamente las escaleras y se enfrentó al inspector Gibbs, que dijo:
-Christiana Edmunds, queda detenida por el asesinato de Sidney Barker.
Dos días después de que el anuncio de la policía apareciese en el periódico, Christiana Edmunds compareció ante un severo grupo de magistrados de la Audiencia de Brigthon.
El juicio fue retrasándose. Cuando comenzó, infinidad de personas se agolpaban ante las puertas y un periodista informó a sus lectores de que «las colas formadas para penetrar en la sala y presenciar el juicio de Christiana Edmunds, superaban a las de un teatro en día de estreno».
Esta mujer proporcionó a Brigthon uno de los mayores acontecimientos de su historia.
Por las calles se vendían dibujos del rostro de Chistiana, pero el único comentario que hizo cuando le mostraron uno es que no salía favorecida, lo que sin duda era cierto.
Se mostraba tranquila e imperturbable y continuó mostrando la misma actitud cuando el doctor Beard confesó tartamudeando las relaciones mantenidas entre ellos y mostró las cartas firmadas por «Dorothea». Al ver las cartas tampoco perdió la serenidad. Por lo visto era una mujer fuerte. Se hubiese dicho que la «Dorothea» de aquellas cartas había sido sustituida por otra mujer, por la autora de un asesinato, y que el doctor Beard ya no significaba nada en su vida.
El enorme cambio experimentado en esta mujer que concibió un plan criminal y lo llevó a cabo sin desfallecer, fue suficiente para que varios de los componentes del jurado dudasen de su salud mental.
Fue enviada a la audiencia de Lewes, acusada del asesinato de Sidney Barker y de atentar contra la vida de la señora Beard, pero debido al extremado odio que los habitantes de Sussex experimentaban hacia la acusada, su caso fue transferido a Londres para ser juzgado ante el Tribunal Supremo.
Durante los dos días que duró el juicio, la sala se encontraba atestada. Cuando la señora Edmunds subió a declarar y contó la terrible historia familiar con voz entrecortada, un murmullo emocionado recorrió la sala.
Vestida de negro e incapaz de mirar a su hija, tartamudeando, la pobre madre despertó la compasión de todos los oyentes. Explicó que su esposo había muerto en el manicomio de Earlswood a la edad de cuarenta y siete años. El hermano de Christiana había fallecido en otro manicomio y su hermana había intentado suicidarse, tirándose por una ventana. Confesó que su padre estuvo loco durante los últimos años de su vida y que falleció debido a un ataque de epilepsia. Una de las sobrinas de la señora Edmunds padecía la misma enfermedad.
Esta dramática historia acabó con la presencia de ánimo de la acusada: su tranquilidad dejó paso a un verdadero torrente de lágrimas. Su llanto no logró borrar su culpa y cuando el juez, sir Samuel Martin, hizo un breve resumen de lo sucedido, no dejó de indicar al jurado que la acusada parecía darse perfecta cuenta de las consecuencias de sus actos.
Tras una larga ausencia, el jurado pronunció su veredicto de culpabilidad.
Antes de conocerse el fallo, el juez preguntó a la acusada si no tenía nada que añadir. Christiana dejó de llorar y volvió a recobrar la calma. Su voz era clara y firme dijo:
-Me hallo en esta desgraciada situación únicamente por ser paciente del doctor Beard. Deseaba que el jurado conociese con exactitud el grado al que llegó nuestra intimidad y la forma en que me trató.
Intentó reforzar su afirmación declarando que se hallaba embarazada, pero un grupo de expertas matronas, tras examinarla atentamente, declararon que su afirmación era completamente falsa.
Al día siguiente el Brigthon Daily News publicaba un suelto que hoy, casi un siglo más tarde, nos atrevemos a calificar de bárbaro. Su autor decía:
«Más vale que sean ahorcadas una docena de asesinas locas que una sola que esté en su sano juicio escape a la acción de la justicia, ya que, después de todo, ¿qué significa la muerte para un loco? Y si realmente estuviese loca y fuera ajusticiada, no debemos afligirnos demasiado, ya que libramos a esa persona de crueles desilusiones para ella y peligrosas para todos los que la rodean.»
En la capital, su colega el Daily Telegraph se expresaba de muy distinta manera. He aquí su opinión:
«Si esta infeliz criatura medio loca, hermana, hija y nieta de lunáticos es ajusticiada, su muerte acarreará la deshonra de la justicia británica.»
Sir Samuel Martin, tras leer la condena a muerte, cerró el juicio.
Toda la nación se hallaba dividida entre ambas teorías. Sir Samuel Martin, tras haber leído públicamente el fallo del jurado, escribió una carta confidencial al Ministro del Interior. El resultado fue la conmutación de la pena por la reclusión indefinida hasta que placiese a su Graciosa Majestad.
Christiana Edmunds fue conducida a la prisión de Broadmoor, donde vivió más de treinta años. Murió en 1907, convencida de que era una gran dama a la que sus poderosos enemigos habían hecho encerrar para que no revelase sus terribles secretos.
Al igual que «Dorothea», la mujer presa en Broadmoor pasaba su vida escribiendo cartas. Ciertas veces creía que de nuevo se hallaba en su casa y entonces invitaba a famosas personalidades a tomar el té con ella. Aunque las cartas nunca fueron echadas al correo, no por eso dejó de escribir. «Dorothea», la escritora de Broadmoor, ocasionó menos disgustos que la mujer que un buen día dejó de escribir y comenzó a idear los planes que la convertirían en criminal.

Un extraño dibujo de Christiana Edmunds realizado en la década de 1930.

Un grabado del siglo XIX representa el momento del juicio de Christiana Edmunds; a la izquierda, un retrato del doctor Beard; a la derecha, la señora Edmunds.

El psiquiátrico penitenciario Broadmor en 1867. Apenas 5 años después de tomadas estas imágenes, Christiana Edmunds sería ingresada en estas instalaciones (Illustrated London News, 24 de agosto de 1867, p. 208).

Una fotografía del psiquiátrico penitenciario Broadmoor en 1910, en el que Christiana Edmunds pasó el resto de sus días.

El psiquiátrico penitenciario Broadmoor fue inaugurado en mayo de 1863, y desde entonces ha sido el alojamiento de asesinos de todo tipo, pederastas, violadores o pirómanos. Uno de sus internos fue Christiana Edmunds, que pasó más de treinta años entre sus muros.