
La masacre de Pozzetto
- Clasificación: Asesino itinerante
- Características: Parricida - Tiroteo en un restaurante - Motivo desconocido
- Número de víctimas: 29
- Fecha del crimen: 4 de diciembre de 1986
- Fecha de nacimiento: 24 de junio de 1934
- Perfil de la víctima: Hombres, mujeres y niños
- Método del crimen: Apuñalamiento - Arma de fuego
- Lugar: Bogotá, Colombia
- Estado: Muerto por la Policía el mismo día. (Algunas fuentes afirman que se suicidó)
Índice
Campo Elías Delgado
Última actualización: 6 de abril de 2016
Campo Elías Delgado Morales (Durania, 14 de mayo de 1934 – Bogotá, 4 de diciembre de 1986) fue un colombiano, veterano de la guerra de Vietnam adscrito al Ejército de los Estados Unidos. El 4 de diciembre de 1986 se convirtió en asesino itinerante cuando asesinó a varias personas e hirió a 15 más en el edificio donde vivía y en el restaurante Pozzetto, de Bogotá. Este crimen se conoce como la Masacre de Pozzetto.
Como Delgado poseía solamente un revólver y un cuchillo, y muchos muertos fueron acribillados con balas de ametralladora Uzi se cree que la responsable de varios de los asesinatos fue la policía.
Biografía
Delgado Morales nació hijo de padre y madre venezolanos, el 14 de mayo de 1934, en el municipio colombiano de Durania a las 7:30 de la noche, en su casa de habitación.
De eso dio fe su padre Elías Delgado ante la Notaría de Durania, tres días después, y sirvieron como testigos Jaime Ariza y Jesús María Gamboa, según reza en el descolorido folio 11, considerado como única prueba física del enigmático personaje:
«En el municipio de Durania, departamento Norte de Santander, República de Colombia, a diez y siete de mayo de mil novecientos treinta y cuatro, se presentó el señor Elías Delgado, varón mayor de edad, de nacionalidad venezolana, domiciliado en este municipio y declaró: que el día 14 de los corrientes a las 7:30 de la noche, en la casa de habitación del declarante situado en esta población, nació un niño quien se ha dado el nombre de Campo Elías, hijo legítimo del declarante y de Rita Elisa Morales N. también venezolana y vecina de este municipio. Abuelos paternos Mercedes Delgado y maternos Luis María Morales y Elisa Nieto. Fueron testigos los señores Jaime Ariza y Jesús María Gamboa. En fe de la cual se firma la presente acta.»
En 1939, cuando tenía 5 años, viajó con sus padres a Chinácota y de allí, a Bucaramanga. Después de estudiar en el Provincial de Pamplona rompe relaciones con su madre y parte rumbo a Argentina donde contrae matrimonio y tiene un hijo. Cuando se entera del suicidio de su padre en un parque de Bucaramanga decide enrolarse con las fuerzas militares, hasta 1972 cuando concluye guerra de Vietnam.
En 1970, fue reclutado durante la guerra de Vietnam, en donde estuvo presente en dos oportunidades, sirviendo en la segunda como voluntario, y fue ingeniero electrónico, parte de la Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos y boina verde con algunas distinciones.
Algunos de sus conocidos informaron que después de su experiencia en la guerra, se convirtió en una persona antisocial y amargada. Durante un tiempo vivió en las calles de Nueva York. Después de pelear contra un ladrón regresó a Bogotá.
Tras su regreso, Delgado sobrevivía dando clases privadas de inglés y estaba estudiando en la Universidad Javeriana. Era incapaz de desarrollar relaciones o amistades con otras personas y culpaba a su madre; con los años el resentimiento contra su madre creció, hasta culminar con su asesinato y la masacre posterior.
El Origen
Don Elías, su padre, era un reconocido e influyente comerciante. Pero esa tranquilidad la interrumpió la idea loca de tumbar el único árbol Samán del parque de Durania, cuya semilla había sido traída de Táriba, Venezuela, a finales del siglo XIX.
«Don Elías, primero, pagó $5 a unos muchachos para que pelaran el Samán. Dos días después, el 15 de agosto de 1939, aprovechando la oscuridad de la noche lo mandó a cortar. Elías argumentó, en ese entonces, que el Samán producía mucha basura con sus hojas y por eso lo iba a mandar a cortar. Esa acción provocó un movimiento popular que hace que se vaya de Durania».
Esa acción hizo levantar al pueblo en su contra y entonces decidió irse, apenado, a Chinácota. Fueron tres viajes de trasteo. De ahí se mudó para Bucaramanga. La verdadera historia por la que decidió cortar el Samán fue porque allí era donde se escondía su madre Rita Elisa, con un ingeniero que vivía en San Cristóbal, antes de contraer matrimonio con Elías Delgado. Él lo supo, pero le recomendaron que se casara. De ahí nació la obsesión, más tarde, de mandar a cortar el Samán.
La tragedia continuó cuando se casó y descubrió que no era virgen. Las citas de amor se repitieron en el Samán, aprovechando la sombra de la noche. Eso fue marcando, muy seguramente, a Campo Elías. Y su padre se suicidó después, en Bucaramanga. Por este hecho Campo Elías culpó a su madre del suicidio de su padre y se lo recriminó en la cara hasta el día en que la asesinó.
El Asesinato
La masacre ocurrió al anochecer del 4 de diciembre de 1986. Los asesinatos comenzaron horas antes en el apartamento de una de sus estudiantes de inglés, en donde mató a su alumna y a la madre. Delgado regresó al edificio donde residía con su madre y en su apartamento llenó un maletín con municiones y cargó su arma. Luego, asesinó a su madre de un disparo en la cabeza después de una discusión, envolviendo su cadáver en periódicos, rociándolo con gasolina y prendiéndole fuego.
Salió del apartamento y corrió por el edificio gritando «¡Fuego! ¡Fuego!», llamando a los otros residentes para que abrieran y le dejaran llamar a los bomberos. Así asesinó a seis personas más, uno de ellos con el cuchillo que llevaba en el maletín. Luego se dirigió al restaurante Pozzetto, llevando con un revólver calibre 32 largo, cinco cajas de municiones en un maletín y un cuchillo de caza, que desechó durante su recorrido por las instalaciones del restaurante.
Delgado llegó al restaurante hacia las 7:30 de la noche, hora local y pidió la cena. Una hora después, comenzó a dispararle a los otros comensales. Una mujer logró llamar a la policía, que llegó diez minutos más tarde, cuando Delgado ya había asesinado a una decena de personas.
Su método era arrinconar a las víctimas, dispararles a quemarropa en la cabeza y continuar con la siguiente persona. Quince personas más resultaron heridas. Varios policías ingresaron atropelladamente al establecimiento y comenzaron a disparar sin ningún objetivo determinado con sus ametralladoras Uzi. Una niña de seis años murió en medio del tiroteo. Delgado en ese momento, estaba forcejeando con dos hombres, y recibió 6 disparos de bala, 4 de ellos en la cabeza. Según el estudio forense, la trayectoria de las balas reveló que Delgado se suicidó y que no fue abatido por la policía.
Las víctimas
En la calle 118
Nora Isabel Becerra de Rincón
Claudia Marcela Rincón (de 14 años)
En la calle 51
Gloria Isabel Agudelo León
Gloria Inés Gordi Galat
Nelsy Patricia Cortés
Matilde Rocío González Rojas
Mercedes González Rojas
Claudia del Pilar Bermúdez
Rita Elisa Morales de Delgado (madre del asesino)
En la pizzería Pozzetto
Diana Cuevas
Carlos Cabal Cabal
Consuelo Pezantes Andrade
Antonio Maximiliano Pezantes
Hernando Ladino Benavides
Grace Guzmán Valenzuela
Giorgio Mindn Bonelly
Alvaro J. Montes
Judith y Zulamita Glogowert Lester
Jairo Gómez Remolina (periodista)
Rita Julia Valenzuela
Andrés Montaño Figueroa
Alvaro Pérez Buitrago (mayor del Ejéreito)
Sonia Adriana Alvarado
Guillermo Umaña
Merly Ceballos (de 6 años)
Gloria Inés Gordi Galat
Laureano Bautista Fajardo
Sandra Henao López
N N (de sexo masculino)
En el año 2002, el escritor colombiano Mario Mendoza publicó Satanás, una novela testimonio que analizó el caso de Delgado. Mendoza conoció a Delgado en la Universidad Javeriana de Bogotá, cuando era estudiante de literatura, y sostuvieron una amistad a partir de la literatura, la cual compartían. Conversó con él tan solo horas antes de la masacre. Ese año la novela recibió el premio Biblioteca Breve.
En 2006, el productor de cine colombiano Rodrigo Guerrero y el director Andi Baiz realizaron la adaptación al cine de esta novela enmarcando el caso en un contexto de soledad urbana en el mundo moderno, para dar luces sobre las motivaciones y ansiedades de Campo Elías Delgado, a quien en la película se llama Eliseo, pero evitando conclusiones explícitas al respecto.
La masacre
Semana.com
5 de enero de 1987
Al asesino de Pozzetto lo aterraba la inseguridad de Bogotá.
Lloviera o hiciera sol, andaba siempre en mangas de camisa. Era veterano de la guerra del Vietnam. Deliraba por los buenos postres. Cuando tenía catorce años, su padre se suicidó tras anunciar que «iba a visitar a los muertos».
Traducía del francés poemas y cuentos infantiles. Solía despertar a las cuatro de la madrugada a su profesor de computadoras para plantearle problemas de programación. Vivía solo con su madre de setenta y dos años, a la cual llamaba «esa señora», y a veces la golpeaba por peleas de dinero. Le gustaban los espaguetis acompañados con Colombiana.
Dictaba clases de inglés, usando como libro de texto la novela de Stevenson Dr. Jekyll and Mr. Hyde. Le daba miedo salir solo de noche en una ciudad tan peligrosa como Bogotá. Era lector asiduo de la revista Playboy. Tenía la obsesión de «optimizar la guerra» mediante el uso de computadoras.
Le gustaba jugar al póker, apostando fuerte. Ni bebía ni fumaba. Se jactaba de ser buen tirador de pistola. Era un fanático del aseo personal, hasta el punto de que después de bañarse no se secaba con una toalla sino con tres rollos de papel higiénico. Jamás daba la mano, por no contaminarse. Odiaba a los iraníes.
Era culto, inteligente, reservado, discreto. Su última recomendación a su mejor amiga, doña Clemencia de Castro, fue «que no castigara a sus hijos». No votaba en las elecciones. Usaba el pelo casi al ras, y los zapatos bien embetunados.
Un jueves por la tarde asesinó a tiros a su madre y a continuación a veintiocho personas más, hiriendo a otras catorce. Con esos datos se trata de hacer un retrato del personaje, Campo Elías Delgado, santandereano de 52 años muerto por la Policía a las 8:45 de la noche del jueves 4 de diciembre en el restaurante Pozzetto de Bogotá, rodeado de los cadáveres de sus víctimas. Su hermana, que según un amigo «lo odiaba», no acudió a la morgue a reclamar su cadáver.
De todo lo señalado, el dato más llamativo es el de la guerra del Vietnam. No es la primera vez que los antiguos combatientes de esa guerra terrible se salen de sus cabales y protagonizan grandes matanzas gratuitas, súbitamente acometidos por lo que los siquiatras llaman «psicosis de guerra».
Pero ese «síndrome del veterano» no se inventó con el Vietnam. Se ha presentado siempre, después de todas las guerras, empezando por la muy famosa guerra de Troya – y en general ha encontrado una salida «natural», por llamarla así, en una nueva guerra. Así, los mercenarios que hoy combaten al lado de la «contra» nicaraguense son por lo general viejos soldados del Vietnam.
Si el caso de Campo Elías Delgado llama la atención es porque no son muchos los colombianos que fueron a ese país a combatir en las filas del Ejército norteamericano, pero de casi cualquier psicópata asesino de los que a diario matan en las calles o los campos de Colombia se puede decir que es, él también, veterano de una guerra.
De la Violencia, por ejemplo, que el propio Campo Elías debió conocer de cerca en su Santander natal hace treinta y cinco años. O de la guerra de guerrillas cuya existencia, según los que lo conocieron, tanto lo molestaba. Las guerras, más que provocar el «síndrome homicida», lo sacan a la luz. Y en Colombia eso no es nuevo.
Los fundamentos mismos de la nacionalidad, están ahí, en esos conquistadores veteranos de las guerras contra los moros y de las guerras imperiales de España en Europa que llegaron a América con el síndrome del veterano corriéndoles por las venas, y protagonizaron algunos de los genocidios más brutales que registre la historia.
Un siquiatra y escritor venezolano, Francisco Herrera Luque, señala en su libro «Los viajeros de Indias» que la altísima tasa de homicidios que se registra en los países latinoamericanos, especialmente Colombia, México y Venezuela, debe achacarse a las consecuencias genéticas de ese síndrome, y cita para ilustrarlo no solamente docenas de casos de conquistadores asaltados por la manía homicida, sino el hecho diciente de que para encerrar a los más peligrosos hubiera sido necesario fundar en los pequeños poblados que eran las ciudades americanas de entonces asilos de locos como los que sólo existían en las más populosas ciudades de Europa.
Porque, en efecto, su peligrosidad no iba dirigida solamente contra los indios conquistados, lo cual formaba parte indisoluble de la conquista misma, sino contra sus propios compañeros. Anota sobre ellos el cronista de Indias Cieza de León: «Nunca se vio que grupo tan pequeño de hombres, y todos de una misma nación, se dedicaran a matarse los unos a los otros de modo semejante».
Por eso el llamativo «síndrome del veterano» no basta para explicar la demencial acción de Campo Elías Delgado, el aventajado técnico de computadoras, el ordenado estudiante de la Alianza Francesa, el solterón que hablaba a veces vagamente de dos mujeres que había tenido, el hombre sobrio y pulcro y de zapatos bien embetunados que vivía con su madre en un apartamento de la calle 52 y le prohibía a la señora que utilizara «su» baño.
Según los siquiatras consultados por SEMANA -los doctores Luz Helena Sánchez y Luis Carlos Restrepo- lo único que hay que achacarle a la guerra del Vietnam en la tragedia son sus aspectos que pudieran llamarse anecdóticos: la buena puntería de Campo Elías Delgado y la espectacularidad apocalíptica de la matanza. Pero el problema, apuntan ellos, no está en que el hombre hubiera matado a tiros a veintiocho personas y herido a catorce más; sino en que había empezado por asesinar a su mamá.
«No se trata, por lo que de él sabemos, de una personalidad sicopática -dice el doctor Restrepo. Un sicópata se revela desde muy pronto, con actos antisociales y rechazo a las normas. Y Delgado, por el contrario, era un hombre meticuloso y ordenado y con una personalidad rígida. Es más bien un caso de disociación de la personalidad. Un trastorno de la personalidad con un cuadro disociativa agudo. Y él mismo debía ser consciente de su problema, dado el interés que ponía en el libro del Doctor Jekyll y Mister Hyde: al regalárselo a su amiga, en realidad su ‘madre sustituta’, doña Clemencia de Castro, lo que estaba haciendo era pedir auxilio, señalar su propia peligrosidad».
«Tenía una relación infantil con la madre -señala la doctora Sánchez- a quien le pegaba y le pedía dinero y en quien posiblemente encarnaba, de manera simbólica, toda la parte mala suya y del mundo; y en cambio su vida exterior, fuera de la casa, era la de un adulto responsable: un estudiante serio, etcétera. Era una madre sobreprotectora -y toda sobre-protección es una forma de agresión. Y cuando por fin la mata – que es probablemente lo que soñó toda su vida: matar a la mamá, para liberarse- entra en un fenómeno apocalíptico de destrucción del mundo, que es lo que produce los demás asesinatos. No podemos saberlo, puesto que tanto él como la mamá están muertos: pero debió existir un detonante que rompiera su equilibrio, ese equilibrio que él había conseguido mantener a la fuerza durante cincuenta y dos años».
«Su participación en la guerra del Vietnam -dice el doctor Restrepo- puede venir precisamente de ahí: es muy frecuente que una personalidad disociada busque las situaciones de riesgo, las situaciones límite, como es la guerra, para integrarse en ellas».
Dentro de ese cuadro de personalidad disociada encajan los diferentes testimonios de quienes lo conocieron.
Su obsesión por la limpieza: «Cuando llegaba a la academia -cuenta Jaime Paz, su profesor de computadoras- empezaba a limpiar con su pañuelo su pantalla, su teclado y su silla, y cuando terminaba iba de inmediato a lavarse las manos».
Su relación de dependencia infantil y de odio por su madre: vivía con ella, porque no podía separarse de ella, pero la trataba mal con la queja de su tacañería y de que le lavaba mal la ropa: su vecina cuenta que en más de una ocasión lo vio dándole patadas.
Y ella decía: «¿Qué puedo hacer; si es mi hijo?». Y eso le da al asesinato su aspecto ritual: después de matarla Campo Elías envolvió en periódicos el cadáver de su madre para incinerarla, «para purificar por el fuego su parte sucia, que era ella».
«En el libro está la clave -dice el doctor Luis Carlos Restrepo. ‘Jekyll y Hyde’ trata de la lucha de un hombre por controlar su propia parte de mal. Por erradicar su parte mala y hacer que sólo quede su parte buena. Proyecta su parte mala en la mamá. La erradica -matándola- y entonces se derrumba: porque la parte mala y la buena son una sola».
«Esas personalidades disociadas son muy frecuentes en nuestra sociedad -señala Luz Helena Sánchez-: por eso hay en Colombia tanta gente que se mete a la guerra».
Campo Elías Delgado, en efecto, se había metido a la guerra. Alistándose como voluntario en el Ejército nortearnericano -en 1965- y yendo a combatir al Vietnam no sólo una, sino dos veces: en el 69-70 y luego en el 71-72, siendo ascendido a sargento de primera clase y recibiendo distinciones por su valor en combate.
De regreso a Colombia, en 1978, seguia pensando en la guerra. No ya en la práctica -según sus compañeros de la Alianza Francesa y de la academia de computadoras despreciaba por igual a la guerrilla y al Ejército colombiano, por «ineptos»- sino simbólicamente: jugando a la guerra en la pantalla de su computadora. «No pensaba en otra cosa -dice Jaime Paz. Se la pasaba elaborando programas de estrategia militar en su computadora para ‘irnos a la guerra’, como él decía».
Y sin embargo, sentía temor a salir de noche solo en Bogotá, a causa del peligro. «Siempre preguntaba a los compañeros que tenían carro que quién iba hacia el norte para que lo acercara», dice Saúl Serrato, compañero suyo en los cursos de la Alianza Francesa.
No bastaría, sin embargo, con dibujar el perfil del asesino, con sus temores de adulto y sus traumas infantiles, ni con colgarle a su cadáver la etiqueta de una clasificación psiquiátrica. Habría que hacer también el perfil de la sociedad amedrentada en la cual pudo realizar su apocalipsis personal.
Ante el asombro que provoca la pasividad demostrada por los comensales del restaurante Pozzetto, que se fueron dejando matar uno por uno sin más reacción que la de arrojarse al piso, Luz Helena Sánchez comenta: «Ese cuadro de pasividad refleja la intimidación colectiva que se vive en Colombia, donde la gente está inmovilizada internamente ante la amenaza. Es una metáfora de este país: frente al asesino que disparaba su revólver con toda calma, todo el mundo se metió debajo de las mesas».
La masacre de Pozzetto
Criminalistica.com.mx
Campo Elías Delgado Moreno nació el 24 de junio de 1934 en Chinácota, Colombia. Su padre se suicidó cuando él tenía seis años. Cuando era niño, un vecino tenía un loro en su casa. A él no le gustaba ese animal. Se ingenió la manera de meterle, poco a poco, alfileres para matarlo. Llegó un día en que el loro no podía caminar. Lo revisaron y estaba lleno de alfileres; el loro murió poco después, entre atroces dolores.
Campo Elías estudió medicina y luego se enlistó para la guerra de Vietnam en 1970, en donde estuvo presente en dos oportunidades, la segunda de voluntario. Fue Boina Verde y parte del cuerpo de las Fuerzas Especiales del Ejército de los Estados Unidos. Viajó en misiones especiales a Nicaragua, El Salvador, Guatemala, Honduras, Panamá y España.
Luego de retirarse se refugió en las calles de Nueva York. Allí intentaron atracarlo, por lo que decidió regresar a Bogotá, en donde recibía mensualmente su pensión en dólares, aunque dejó de llegar inexplicablemente a su apartado aéreo y, curiosamente, tampoco la siguió reclamando.
Campo Elías era un hombre de estatura mediana. A sus 52 años, tenía un paso firme y rápido. Su madre era una persona de presencia pulcra y sencilla. Tras su experiencia en la guerra, Campo Elías se volvió antisocial y amargado. Era incapaz de desarrollar relaciones o amistades con otras personas y culpaba a su madre por esto. Con los años el resentimiento contra su madre creció.
Su sueño era ser reconocido como un gran escritor. Pero sobrevivía dando clases privadas de inglés y cursaba estudios superiores en la Universidad Javeriana de Bogotá. Uno de los rasgos sobresalientes de su personalidad era un desmedido afán por el orden y la pulcritud.
En el Centro de Estudios Profesionales, donde meses antes de la masacre aprendió programación y manejo de computadores, lo recuerdan por su puntualidad a toda prueba y su obsesión limpieza, que lo llevaba, casi ritualmente, a retocar con su pañuelo todas las mañanas la pantalla y el teclado del computador y a lavar con sumo cuidado sus manos después de terminada la práctica.
Desarrollaba además la puntualidad de manera obsesiva y la rectitud sin tacha en el manejo del dinero. Nunca se atrasaba en sus pagos y cumplía siempre con los términos en los negocios que realizaba.
En su vida social era un caballero sin tacha. Serio, metódico y reputado como inteligente, terminó sin problemas sus estudios secundarios, diciéndose de él que era un alumno ejemplar, de buenas costumbres y destacado como uno de los mejores del establecimiento.
Era un fanático del aseo personal. Después de ducharse, no se secaba el cuerpo con toalla sino con papel higiénico, para que la operación fuera más aséptica, rehusando además compartir el baño con su madre, única persona con la que convivía, y quien se veía por tal motivo obligada a utilizar el baño de servicio. A veces golpeaba a su madre a causa de los ataques de ira que sufría.
No bebía ni fumaba, andaba siempre pulcramente vestido aunque en mangas de camisa y sus zapatos permanecían bien lustrados y relucientes. Cuando alguno de sus compañeros le preguntó, en una ocasión, por qué salía a la calle tan desabrigado, sin importarle el frío bogotano, Campo Elías se limitó a responderle: «Porque tengo el corazón caliente».
Campo Elías Delgado era celoso con su vida íntima. Durante año y medio que mantuvo amistad con Jaime Paz, su profesor de computación, jamás habló de su vida personal ni se interesó tampoco por la de éste. La comunicación se limitó casi siempre a tareas funcionales que tenían que ver con su oficio en común. Lo llamaba, por lo general de madrugada, para consultarle problemas atinentes a programas que intentaba construir y cuando lograba superar el obstáculo, llegaba a primera hora al centro de estudios a compartir con el profesor su éxito. Nunca, sin embargo, una palabra sobre su madre; nunca relatos sobre su pasado.
Alrededor del departamento donde convivía con su madre había tendido una espesa cortina de humo. A nadie daba el teléfono ni la dirección exacta. Cuando se refería a su madre la llamaba «esa señora», dando la imagen de una anciana brutal y controladora que seguía sus pasos y quería conocer hasta el menor detalle de sus relaciones amistosas.
Campo Elías estaba enamorado de una de sus estudiantes de inglés, una jovencita de quince años llamada Claudia Rincón Becerra, hija de una mujer llamada Nora Becerra de Rincón. A Claudia le obsequió un ejemplar del libro El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde, la novela de Robert Louis Stevenson. Claudia leyó el volumen y se enamoró de la trama. Campo Elías siempre le decía que en una misma persona convivían dos personalidades muy diferentes. Incluso, estaba escribiendo un ensayo sobre esta obra.
El miércoles 3 de diciembre, Campo Elías se encontró con un amigo de la Facultad de Literatura: el escritor colombiano Mario Mendoza. En una entrevista concedida tiempo después, Mendoza recordaría:
«A finales de 1986, yo era un estudiante de Letras que estaba terminando su tesis de grado en una Universidad de Bogotá. Un profesor me envió a un sujeto que pasaba ya de los cuarenta años de edad y que estaba interesado en el tema de los dobles, es decir, en aquellos famosos personajes literarios (William Wilson, Henry Jekyll) cuya personalidad se quiebra y se fragmenta hasta el punto de obligarlos a vivir dos vidas contrapuestas en dos individuos diferentes. El hombre en cuestión se llamaba Campo Elías Delgado y estaba matriculado en la Facultad de Educación.»
«Simpatizamos rápidamente y compartimos el material bibliográfico que yo había recogido para mi monografía. Campo Elías era un lector voraz, agudo, y me di cuenta enseguida de que era un solitario amargado, cuyo único aliciente en la vida era el silencioso placer de la lectura. El último día en que nos vimos nos tomamos un café y discutimos sobre Egaeus, aquel personaje de Poe que termina arrancándole los dientes a su amada en un lóbrego cementerio nocturno…»
Después de eso, Campo Elías fue a las oficinas del Banco de Bogotá para cerrar la cuenta de número 4352354 que tenía allí; su saldo era de $49.896.93. El cajero intento redondear la cifra, pero Campo Elías no estaba de acuerdo. Se quejó y exigió hasta que recibió los centavos completos, para quedar sin deberle al banco y sin que el banco le debiera nada a él; era un problema, pues las monedas de centavo ya estaban fuera de circulación. Esa misma tarde, Campo Elías adquirió aproximadamente quinientos proyectiles para un revolver calibre .32 largo.
Sus problemas personales, el rechazo que había sentido por parte de las mujeres, su distanciamiento con la madre y el resentimiento social, explotarían en una incontrolable ola de violencia. Esa noche, tras regresar al departamento donde vivía con su madre, Rita Elisa Morales de Delgado, inició una discusión con ella. Luego empezó a golpearla, tomó un cuchillo y le dio varias puñaladas, hasta que la mató.
Al otro día, el jueves 4 de diciembre, igual que otros asesinos en masa, se dio un duchazo y se vistió con ropa limpia. Guardó en su maletín el revólver y las municiones, y se fue a buscar a un amigo con el que jugaba ajedrez, pero no lo encontró.
Fue luego a visitar a Nora Becerra de Rincón y a su hija Claudia. Sin que esta última se diera cuenta, Campo Elías amordazó y amarró a la mujer, intentando abusar sexualmente de ella. Después tomó un cuchillo y la asesinó en la sala de la casa, dándole cuatro puñaladas.
Luego se dirigió a la recámara; Claudia estaba estudiando. Campo Elías la abordó, hablaron de nuevo sobre Jekyll y Hyde, y después la obligó a tenderse sobre la cama; la amarró de pies y manos y la amordazó. Se puso sobre ella, la besó en la boca en repetidas ocasiones y después comenzó a apuñalarla; le dio veintidós puñaladas antes de que la chica muriera.
Tomó el ejemplar del libro de Stevenson y se lo llevó consigo. Claudia tenía un hermano de once años llamado Julio Eduardo, quien no estaba cuando los asesinatos ocurrieron. Fue el primero que se dio cuenta de lo que había pasado con su mamá y con su hermana cuando entro a la mañana siguiente al departamento.
A las 16:00 horas regresó a casa; envolvió el cadáver de su madre en papel periódico y la roció con gasolina, prendiéndole fuego. Con el pretexto de llamar a los bomberos, hizo que le abrieran la puerta dos vecinas, que respondían a los nombres de Inés Gordi Galat y Nelsy Patricia Cortez, y vivían en el departamento 301; también las mató de un disparo en la cabeza. Fue entonces al departamento 302, donde vivía Gloria Isabel Agudelo León, mujer de cincuenta años con quien Campo Elías siempre tuvo problemas. Ella salió a averiguar lo que sucedía y esto le costó la vida.
Después de esto bajo al apartamento 101, donde Matilde Rocío González y Mercedes Gamboa le abrieron la puerta. Las chicas estaban estudiando, pero lo dejaron entrar para que llamara a los bomberos. También les disparó en la cabeza. En ese mismo lugar, Campo Elías hirió a otra estudiante, quien murió después, cuando era atendida en el hospital San José.
Salió luego del edificio por última vez y se quedó diez minutos observando un cartel que hablaba sobre una obra de Federico García Lorca: Bodas de Sangre. Mientras estaba allí, se cruzó con él Blanca Agudelo de González, una vecina.
Otra vecina, Berta Gómez, vivía con las estudiantes asesinadas y logró salvarse porque saltó hacia el patio interior de apartamento al escuchar las detonaciones, saliendo rápidamente del edificio. Una vez afuera, detuvo a una patrulla de policía. Los agentes, al darse cuenta de que el cuarto piso se estaba incendiando, le dijeron que esa labor era para los bomberos y que ellos se encargarían de llamarlos pero, para variar, ninguna de las autoridades que tuvieron la oportunidad de reaccionar a tiempo lo hicieron.
Después de esto, Campo Elías se dirigió al departamento 201 de otro edificio. Clemencia de Castro le abrió la puerta; después de que le preguntara sobre su marido, Jesús Fernández Gómez, ella lo invito a entrar. Durante su visita, Clemencia y él estuvieron hablando. Lo notó nervioso, no se sentaba, se mantenía caminando de un lado para otro y repetía frases que ya había dicho.
Clemencia le ofreció una Coca Cola, la bebida favorita de Campo Elías. Hablaron del hijo de Clemencia, Andrés, a quien le había ido mal en el colegio. Campo Elías le pidió reiteradamente que no lo fuera a regañar, porque el chico se tenía que «arreglar». Luego él mismo habló brevemente con Andrés y le dio unos consejos; Clemencia noto que Campo Elías estaba armado, pues declaró que «se le notaba el bulto debajo del saco”.
Le dijo a la mujer que se iba para un viaje, y que de la única familia que pensaba despedirse era de ellos; afirmó que se iría a China y que no volvería jamás. Hacia las 18:45 horas, se despidió lamentando que Jesús no hubiera estado en la visita. Les dijo que los quería mucho. Clemencia le preguntó si les iba a escribir y Campo Elías sólo le dijo que no se preocupara, porque iba a recibir noticias suyas muy pronto.
A las 19:15 horas, Campo Elías Delgado llegó a su lugar favorito: el restaurante italiano Pozzetto, en la carrera séptima con 61, el sector bogotano de Chapinero. Saludó a los meseros que lo conocían por ser un cliente habitual y después ordenó media botella de vino tinto, así como un plato de spaghetti a la bolognesa. Varias veces se levantó al baño.
A las 20:00 horas terminó de cenar y pidió un destornillador (vodka con jugo de naranja). Luego ordenó otro y se lo bebió al tiempo que leía una revista estadounidense. Dentro del primer piso del restaurante, donde él se encontraba, había treinta y cinco personas cenando. Para las 20:15 horas, ordenó un tercer cocktail; poco después se sentó en la barra. Le entregó la revista y un poema al barman y pidió un cuarto vodka.
A las 21:00 horas, pidió la cuenta; le dejó una generosa propina al mesero y se fue al sanitario con su maletín. Regresó poco después con la pistola en la mano y el ejemplar de El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde en el bolsillo. Seis disparos iniciaron la masacre. Campo Elías se acercaba a las mesas, apuntaba a las personas, les gritaba que se trataba de un asalto, las obligaba a ponerse boca abajo y les disparaba en la nuca. La niña Johana Cubillos Garzón presenció cómo el asesino mataba a su hermana; después se acercó a ella, pero no la mató.
Campo Elías disparó más de trescientas balas. Mató allí a cinco mujeres y a nueve hombres, e hirió gravemente a quince personas más; seis de ellos morirían más tarde. Siendo un ex Boina Verde, su puntería era excelente. Ejecutó a las personas de un certero tiro en la cabeza, igual que lo hizo horas antes con su madre, su alumna y los vecinos del edificio.
Cuando hubo disparado contra todas las personas que había en su rango de visión, y según versiones de testigos, Campo Elías pronunció sus últimas palabras: «Mi nombre es Legión». Según testimonios, apuntó el arma contra su cabeza y disparó.
Una niña llamada Johana Cubillos Garzón, estaba allí esa noche negra: no solo vio morir a su hermana de once años, sino que aseguró a la revista Semana que vio cómo Campo Elías se suicidaba. «Yo vi todo, yo era la única que lo estaba viendo. El loco pedía que le dieran dinero en efectivo y que dejáramos los billetes sobre las mesas, al tiempo que daba vueltas en el salón disparando y matando. De pronto se paró junto a mí, me miró y pensé que me iba a matar, pero no lo hizo. Pensé que dispararía pero no lo hizo, no sé por qué no me mató, pero a mi hermana ya la había asesinado. Yo miraba cómo mataba a la gente y no podía hacer nada. Hasta que llegó la policía y rompió un vidrio, entonces vi cómo el loco se disparó y cayó».
Pero investigaciones posteriores demuestran que Campo Elías recibió varios disparos, dos en el pecho y cuatro en la cabeza, lo cual haría imposible que se hubiera quitado la vida.
Los testigos pudieron observar cómo llegaban las primeras patrullas de policía, escucharon más disparos y presenciaron la forma en que los agentes de la policía destruían ventanales para entrar al lugar. El dueño del restaurante, Bruno, salió de este gritando que no le destruyeran el negocio. La policía entró y los agentes comenzaron a disparar. Un joven salió diciendo: «¡Mataron a nuestra madrecita!».
Los heridos fueron trasladados a los hospitales San José, San Ignacio, San Pedro y al Hospital Militar. La policía se dio gusto disparándole al cadáver de Campo Elías, para luego decir que habían sido ellos quienes lo habían matado.
Al otro día de la matanza, el diario El Tiempo publicó:
«En una acción infernal, sin antecedentes en el país, un psicópata colombiano ex combatiente de la guerra de Vietnam asesinó anoche a veintidós personas en Bogotá. El desquiciado sujeto -cuyo padre se suicidó hace 38 años bajo un palo de mango, en Bucaramanga- mató a su propia madre, incendió su residencia, recorrió los demás apartamentos, eliminó a cuatro universitarias, luego se dirigió al restaurante Pozzetto, donde comió y bebió sin prisa, y dio muerte a otras catorce personas».
El cadáver de Campo Elías fue reclamado por un sacerdote de la Comunidad del Perpetuo Socorro llamado Luis Alberto Pachón Arias, para darle sepultura. Pero luego resultó que el cura no lo era, según la Curia. El restaurante Pozzetto reabrió nueve días después con gran éxito y aumentó el número de clientes que acudían a ese lugar. En 2002, el escritor colombiano Mario Mendoza publicó Satanás, una novela basada en este caso, la cual alcanzó gran éxito de ventas y varios premios internacionales de literatura.
Mendoza recordaba a Campo Elías Delgado en la Universidad Javeriana de Bogotá, cuando era estudiante, y sostuvieron una amistad a partir de la literatura, la cual compartían. Conversó con él tan sólo horas antes de la masacre. Posteriormente, esta novela fue llevada al cine por el director Andrés Baiz. Mendoza afirmó en una entrevista:
«Al día siguiente (de vernos), Campo Elías apareció en todos los medios de comunicación como el autor de una serie de asesinatos que sobrepasaba las veinte víctimas. Los noticieros de televisión informaban que el criminal había matado primero a una alumna suya y a otra mujer que la acompañaba, luego a su propia madre y a unos vecinos, y finalmente había entrado en una pizzería y había disparado indiscriminadamente sobre la mayoría de la clientela reunida allí para cenar. Los periodistas afirmaban que Campo Elías había sido héroe de la guerra de Vietnam y que desde entonces se encontraba trastornado y con graves problemas psicológicos.»
Los titulares
«El psiquiatra colombiano Luis Carlos Restrepo fue el único que se fijó en un hecho curioso: el asesino había entrado en el restaurante con un libro en el bolsillo: El extraño caso del doctor Jekyll y mister Hyde, de Robert Louis Stevenson. Restrepo escribiría más tarde en una revista una frase que quedó grabada en mi memoria para siempre: ‘la clave de los crímenes está en ese libro’».
Las verdades de Pozzetto
Eltiempo.com
29 de junio de 2007
Un investigador en criminalística acaba de publicar un libro en el que reúne las últimas conclusiones de la masacre.
Ni Campo Elías se suicidó, ni mató a la mamá el mismo día de la masacre de Pozzetto, ni intentó violar a la niña a la que le daba clases de inglés. Al menos esas son algunas de las conclusiones a las que llegó Edwin Orlando Olaya Molina, un técnico auxiliar de justicia especializado en criminalística que se dio a la tarea de reconstruir paso a paso los hechos de la tragedia que enlutó al país hace 20 años y que por cuenta del estreno de la película Satanás, basada en la novela de Mario Mendoza, ha sido revivida incluso por sus protagonistas.
Interesado desde sus años de estudio en los perfiles de criminales en serie, llegó a la figura de Campo Elías Delgado, un ex combatiente de Vietnam que en diciembre de 1987 había segado la vida de 28 personas, la mayoría de ellas en un prestigioso restaurante de Bogotá, donde comían plácidamente. El caso le llamó la atención no solo por el amplio despliegue que le dieron los medios de comunicación, sino porque encontró algunas ligerezas que bien valían la pena ser aclaradas, entre ellas la de que Campo Elías era un asesino en serie.
En principio éste fue un caso más de los que tomó en cuenta para su monografía de grado, pero más tarde, mientras dictaba conferencias sobre el tema, se dio cuenta de que eran demasiadas las preguntas que sobre Campo Elías que merecían ser respondidas.
El resultado fue Pozzetto, tras las huellas de Campo Elías Delgado, un libro que reconstruye paso a paso lo que pudo haber sucedido durante los últimos cinco días en la vida de este criminal, tristemente célebre por la manera macabra y fría con la que llevó a cabo sus actos.
En su momento, tanto periodistas como investigadores judiciales ataron cabos similares:
En la mañana del 5 de diciembre, el asesino visitó a su estudiante de inglés en el barrio la Alhambra y la mató a ella y a la mamá. Luego regresó a su casa y liquidó a su propia madre; le prendió fuego al apartamento y mientras bajaba del edificio hacia la calle, masacró a seis personas más (todas mujeres). Ya en la acera, se dirigió hacia el barrio Sears (hoy Galerías) para despedirse de una familia, a la que le dijo que se iba de viaje, y finalmente, al anochecer, comió en el restaurante Pozzeto, en Chapinero, antes de acribillar a 19 comensales y terminar muerto tras el fuego cruzado con la Policía.
Sin embargo, las versiones no fueron del todo concluyentes. Había testigos que decían que el ex combatiente de Vietnam había entrado disparando; otros, que había habido ráfagas de ametralladora y otros más, que Campo Elías se había suicidado. El propio Mario Mendoza, quien siempre dijo que se había basado en la masacre de Pozzetto y en la figura de Campo Elías para escribir Satanás, escribió como epílogo de la novela, que el matador se había pegado un tiro en la sien.
Veinte años después, y con la pericia de ser un investigador especializado en criminalística, Edwin Olaya reconstruyó los hechos y llegó a sus propias conclusiones, las cuales pueden ser las últimas sobre el sonado caso y dan claridad sobre lo que ocurrió y quién era en realidad Campo Elías Delgado:
1. Campo Elías no se suicidó. Aunque algunos testimonios de testigos dieron para pensar que el asesino se autoaniquiló al verse acorralado por la Policía, y a pesar de que la investigación del juez 38 de instrucción criminal no concluye de qué manera murió el criminal, Olaya está seguro en afirmar que, de acuerdo con la trayectoria de las balas que ingresaron en su cráneo (cuatro en total), y de las manchas de sangre que salpicaron la pared, era prácticamente imposible que Campo Elías se hubiera podido disparar en la sien. «De hecho, ya tenía dos balazos en el pecho que lo tenían tendido en el suelo -dice Olaya-. Él no pudo darse muerte a sí mismo».
2. Campo Elías no mató a su mamá el jueves 5, sino la noche anterior. Aunque el incendio en el apartamento de los Delgado, en la carrera 7 con calle 52, fue el que alarmó a los vecinos, muchos de los cuales resultaron muertos a manos del perturbado mental, Olaya estableció con base en testimonios de familiares del criminal y de vecinos del sector, que doña Rita, la madre de Campo Elías, fue muerta en la noche del miércoles 4 de diciembre, después de un fuerte altercado con su hijo, que acostumbraba a golpearla. Un examen final del cuerpo de doña Rita también confirmó que no recibió ningún impacto de bala y que murió de un fuerte hematoma en la cabeza y de cuatro puñaladas.
3. Campo Elías no intentó violar a la estudiante de inglés. La película Satanás sugiere que, de pronto, el asesino se había sentido traicionado por su pequeña discípula de 15 años. Es un dato que nunca se sabrá. Lo que sí se pudo concluir, de acuerdo con las evidencias de la franela y la ropa interior rasgada, es que Campo Elías sí había intentado (quizás infructuosamente) abusar sexualmente de la mamá de la estudiante.
4. Campo Elías no era un psicópata. A pesar de que en múltiples oportunidades se habla del asesino de Pozzeto como un psicópata, la verdad, según las investigaciones hechas por Olaya sobre la personalidad del criminal, es que lo que sufrió fue un episodio psicótico. «Un psicópata -como lo es claramente Carlos Alberto Garavito- es un individuo que actúa sistemáticamente, sin culpa, sólo para satisfacer sus deseos personales y sin ningún remordimiento con la sociedad – explica-. Campo Elías, en cambio, era una bomba de relojería, un hombre perturbado mentalmente y que, no tuvo otro medio de expresión que el asesinato. Era una bomba a punto de estallar, solo que ni él mismo sabía cuál era el momento. En este sentido es posible decir que la masacre era un grito desesperado en busca de ayuda».
Olaya sostiene que no entiende cómo un caso de estos terminó tan rápidamente archivado. «Quizás porque el asesino terminó muerto, las autoridades decidieron que no había por qué seguir insistiendo en el caso, pero en aras de conocer más este tipo de personalidades, lo mejor habría sido reconstruir los hechos, apelando a cuanto testimonio apareciera. Pero no fue así» -concluye-.
Entre tanto, una duda queda flotando en el ambiente. Si Campo Elías disparó 39 balas en el restaurante para matar a sus 19 víctimas y luego enfrentarse con la policía, ¿por qué solo aparecieron 18 vainillas? Quizás este interrogante nunca sea respondido.
La masacre de Pozzetto
Semana.com
La masacre
Un hombre canoso y con el pelo muy corto, 1,74 de estatura, ni muy grueso ni muy delgado, vestido de gris claro, con la camisa abierta y un maletín negro de ejecutivo en la mano derecha, salió a las 5:30 pasadas del edificio de la carrera 7 N° 52-27. El tránsito por la carrera séptima era intenso, como cualquier otro día de la semana a esa misma hora.
No había ningún motivo especial para detenerse a mirar a este hombre. Ni siquiera por el hecho de que antes de emprender su camino, hubiera parado unos instantes frente al muro de un solar vecino, sobre el cual estaban colocados varios carteles anunciando el último montaje del Teatro El local: Bodas de sangre.
Minutos después, el hombre dobló la esquina de la 53 y se dirigió hacia el occidente, siempre caminando.
A esa hora la jornada de la mayoría de los bogotanos estaba terminando. Para Campo Elías Delgado, 52 años, apenas se trataba del intermedio. Era difícil adivinar que este hombre de paso firme y rápido y de presencia pulcra y sencilla, acabara de matar esa misma tarde a su madre y a otras ocho personas.
49.896,93 pesos
Todo había comenzado el día anterior. A eso del mediodía, Delgado se acercó a la oficina del Banco de Bogotá donde tenía su cuenta de ahorros número 4352354, y le informó al empleado de la ventanilla respectiva que venía a saldar la cuenta.
Los depósitos ascendían a 49.896,93 pesos. Para redondear la cifra el cajero le entregó en efectivo 49.896.50, pero Delgado exigió de inmediato que le fueran entregados los 43 centavos restantes. Este fue el detalle que permitió que para ese cajero, Delgado se hubiera convertido en el único hombre distinto de los cientos que había atendido ese mismo día.
En algún momento esa tarde, o en la mañana del día siguiente, Campo Elías Delgado habría comprado cerca de 500 proyectiles para un revólver calibre 32 largo. Era claro que tenía en mente algo grande y grave. Y el primer capítulo de la historia que habría de protagonizar ese jueves, y que irónicamente sería el último en descubrirse, comenzó a eso de las 2 de la tarde en el apartamento 304 de un edificio de la calle 118 No. 40-11.
Según el portero Juan Villamizar, allí llegó Delgado a visitar a Nora Becerra de Rincón, propietaria del apartamento en el que vivía con su madre y buena amiga de ésta. La señora Becerra estaba acompañada de su hija Claudia, de 15 años.
Otro hijo de la familia, Julio Eduardo, de 11 años, el jueves a las 9 de la noche regresó a su casa pero no logró entrar porque nadie le abrió la puerta. Tuvo que dormir esa noche en la portería y muy temprano en la mañana se levantó para entrar al apartamento, utilizando las llaves de seguridad del edificio. Lo primero que vio fue a su madre recostada sobre el sillón de la sala amordazada y maniatada, con cuatro puñaladas en el cuerpo. Luego, en una de las habitaciones, encontró a su hermana Claudia sobre la cama, atada de pies y manos y también amordazada. Tenía 22 cuchilladas en su cuerpo.
Nadie podrá saber nunca cómo fueron los últimos momentos de la vida de estas dos mujeres que ingenuamente le habían abierto la puerta, a las 2 de la tarde, a Campo Elías Delgado. Tampoco se sabrá muy bien qué hizo éste después. Lo que está claro es que alrededor de las 4 de la tarde llegó al apartamento en que vivía con su madre, a quien le correspondería el siguiente turno de esta secuencia sangrienta.
Se sabe que a doña Rita de Delgado le tocó el primer tiro después de una discusión airada. Y que después de muerta, Campo Elías la envolvió en papel periódico, la roció con gasolina y le prendió fuego. Mientras las llamas invadían la estancia, dejó tranquilamente el apartamento, bajó las escaleras, y con el pretexto de llamar a los bomberos, timbró en el apartamento 301. Las estudiantes Inés Gordi Galat y Nelsy Patricia Cortés le abrieron la puerta, sin saber que su destino inmediato sería un tiro en la cabeza.
Después se dirigió al apartamento 302, cuya puerta ya había sido abierta por la profesora Gloria Isabel Agudelo León, de 50 años, quien salía en ese momento para averiguar dónde se habían producido los disparos. Delgado la mató, era la sexta víctima.
Luego bajó al primer piso, y en el apartamento 101 tocó el timbre. Matilde Rocío González, de 23 años, y Mercedes Gamboa, de 20, quienes se encontraban estudiando para un examen final que debían presentar el viernes en la universidad, corrieron la misma suerte que las anteriores. Salvo que, al parecer, Delgado les dio un poco más de tiempo. Todo indica que, con la excusa del incendio del apartamento del cuarto piso, también les pidió prestado el teléfono. Matilde alcanzó a descolgar la bocina, pero antes de marcar el número la mató. En ese apartamento, Delgado también hirió de muerte a otra estudiante, María Claudia Bermúdez Durán, quien falleció horas después en el Hospital San José.
Caía la tarde cuando Campo Elías Delgado dejó por última vez su edificio, al tiempo que la señora Blanca Agudelo de González, familiar de la profesora del 302, llegaba. «Era extraño cómo ese señor se quedó sorprendido unos minutos mirando el cartel de la obra de García Lorca, ‘Bodas de sangre’. Se acercó al borde del andén y creo que se quedó allí como 10 minutos, completamente quieto», dijo doña Blanca a los periodistas que la entrevistaron esa misma noche. Luego Delgado le dio la espalda al afiche y se perdió por la calle 58.
La señora Berta Gómez, quien vivía con las estudiantes en el apartamento 101 y había logrado salvar su vida saltando hacia el patio interior, salió velozmente del edificio y detuvo una patrulla de la Policía, a la que pidió ayuda. Los agentes, según doña Berta, al ver que el cuarto piso se estaba incendiando, le respondieron que este era más bien un caso para los bomberos, y que ellos se encargarían de llamarlos. Es muy posible que si esta patrulla hubiera atendido inmediatamente el caso, Delgado habría podido ser capturado y evitarse el resto de la tragedia.
Pero ni la patrulla paró ni los dos policías militares que ocupaban la caseta de vigilancia de la Dirección de Sanidad del Ejército en la acera de enfrente, reaccionaron. Y a Delgado se le permitió seguir su camino.
Tiquete sin regreso
Quince minutos después, Campo Elías Delgado timbró en el número 201 del citófono del edificio de la carrera 28A N° 51-31. «¿Quién es?», preguntó una voz de mujer. «Campo Elías», respondió el visitante. Doña Clemencia de Castro bajó entonces las escaleras y le abrió la puerta del edificio al amigo que llevaba un año sin ver. Inicialmente, Delgado preguntó por don Jesús, el esposo de doña Clemencia. Ella le dijo que no estaba y lo invitó a seguir al apartamento.
Entre Delgado y la familia Castro existía una amistad de más de cinco años. Se habían conocido a través de otra familia, vecina también del sector de Sears, en una noche en que todos se habían puesto cita para jugar póker, una de las mayores pasiones de Delgado.
Con el paso del tiempo, Delgado, que era hombre de pocos amigos, se encariñó con la familia Castro, a tal punto que se convirtió en un visitante frecuente de esa casa. Como hablaba muy buen inglés, hace dos años les ofreció enseñarles el idioma utilizando como libro de texto la obra Dr. Jekyll and Mr. Hyde de Robert L. Stevenson.
Como cosa rara, esa noche Delgado llegó con vestido entero, contrariando su costumbre de ir siempre en mangas de camisa aun en las noches más frías. Era evidente que estaba tan excesivamente peluqueado como lo estaba el ex combatiente de Vietnam que Robert de Niro interpreta en Taxi Driver antes de desatar su orgía de sangre. Hablaba casi compulsivamente.
Repetía varias veces una misma frase y a pesar de la insistencia de doña Clemencia no quiso sentarse. Caminaba de un lado a otro de la pequeña sala-comedor, adornada con cuadros sobre las paredes grises y varias macetas con helechos de plástico. A cada paso sus zapatos golpeaban fuertemente el piso de madera.
«A él le gustaba mucho la Coca-Cola y por eso le ofrecí una», recuerda doña Clemencia, quien a la mañana siguiente habría de dar a Caracol las primeras pistas sobre la personalidad de Delgado. «Mientras se la tomaba —relató a SEMANA— hablamos de mis hijos. Al menor (Andrés, de 12 años) le fue mal este año en el colegio. Y Campo Elías me insistió mucho en que no lo regañara porque él iba a enderezarse».
El interés de Delgado por el hijo menor de los Castro era usual, permanentemente le demostraba un cariño especial. Le regalaba chocolatinas y hablaba mucho con él. Esa misma noche, Delgado tuvo oportunidad de conversar un rato con el niño, a quien dio algunos consejos y le acarició la cabeza.
Doña Clemencia recuerda que mientras esto sucedía, observó que Delgado tenía el saco cerrado. «Se le notaba un bulto sobre el costado izquierdo. Yo pensé para mis adentros: ¿será la pistola? porque él generalmente andaba armado desde cuando una vez en Nueva York un asaltante le dio un balazo en el tórax».
Delgado y doña Clemencia continuaron conversando, él siempre de pie y ella sentada. En realidad, era casi un monólogo del visitante. «Normalmente él no era tan hablador pero el jueves en la noche, yo casi no pude interrumpirlo. Insistió mucho en que nos quería. Habló de un viaje y me aseguró que la única familia de la que se iba a despedir era de la nuestra. Dijo que había comprado un tiquete sin regreso. Y señaló con sus manos que se iba a ir de un extremo a otro extremo; a la antípoda. Habló de irse a Estados Unidos pero luego cambió de idea y comenzó a hablar de la China».
Hacia las 6 y 45, Delgado se despidió de doña Clemencia lamentando que su esposo no hubiera estado. Mientras bajaban las escaleras, él insistió: «Los quiero mucho». Doña Clemencia le preguntó si les iba a escribir. A lo cual le respondió: «No se preocupen que noticias mías van a recibir pronto, muy pronto». Tres horas después, José Fernández Gómez se las daría.
La ultima cena
Y las noticias eran grandes y graves. A las 7:15, Campo Elías Delgado llegó a su restaurante favorito, la Pizzería Pozzetto, en la carrera 7a. con calle 62. Saludó a los meseros que lo conocían, se sentó en una mesa y pidió media botella de vino y unos espaguetis bolognesa. Colocó a su lado el maletín negro que había llevado en las últimas horas.
Fue como siempre muy amable y el único detalle extraño que notaron los meseros fue que en varias ocasiones se paró al baño. Pasadas las 8 de la noche terminó la comida y pidió un primer ‘destornillador’ (vodka con jugo de naranja). Pidió luego un segundo trago y, como el primero, lo bebió sin apuros, mientras leía detenidamente una revista norteamericana.
Terminado el segundo trago, Delgado pidió la cuenta, la canceló, y le dijo al mesero Ecce Homo Rosas, que le iba a componer un poema.
Ni el mesero ni ninguna de las 35 personas que se encontraban en el primer piso del restaurante, tuvieron oportunidad de enterarse de que afuera, no muy lejos de allí, decenas de agentes de Policía estaban buscando a Delgado, quien dentro de la pizzería parecía en ese momento tan inofensivo como el resto de los clientes.
Pero no sólo los policías estaban enterados de lo que Delgado había hecho en el edificio donde vivía. Decenas de periodistas andaban ya tras la noticia y algunas emisoras de radio habían dado el flash de que un psicópata andaba suelto por las calles de Bogotá.
La noticia interrumpió las entrevistas de camerino de los enviados especiales a Santiago de Chile sobre el primer regalo de Navidad que millones de colombianos habían recibido esa noche: el emocionante triunfo de la Selección Nacional juvenil de fútbol sobre el poderoso equipo del Brasil. Todo esto explicaba la inusual soledad de las calles bogotanas a hora tan temprana en día de semana.
Hacia los 8:15, Delgado ya había pedido un tercer vodka. Simultáneamente, a ocho cuadras del restaurante, dos máquinas del cuerpo de bomberos terminaban de apagar el incendio de su apartamento y las autoridades llevaban a cabo el levantamiento de los primeros cadáveres.
Poco después, Delgado pidió la cuenta de ese último vodka y se sentó en la barra, después de entregarle la revista y el poema a Ecce Homo. Pidió un cuarto vodka, el maletín negro siempre al lado.
Desde la barrera
Unos minutos antes de las 7, Carlos Fernández y su esposa Patricia, que viven en el apartamento 401 de un edificio ubicado en frente de la pizzería, oyeron a Pilar Castaño, en el Noticiero de las Siete, anunciar que un hombre había matado e incinerado a su madre y asesinado a dos personas más, en un edificio de la carrera séptima con calle 52. Vieron entonces las primeras imágenes del incendio del cuarto piso del edificio que habitaba Delgado. Pero la noticia no había acabado de suceder.
Hacia las 9:15 los Fernández escucharon un primer disparo y luego cinco más, uno detrás de otro. «No escuché ningún grito —relata Fernández a SEMANA—, sólo pensé en esconderme con mi niña de dos semanas, lejos de la ventana. Es lo mismo que hago siempre que hay tiros por aquí cerca. Esperé tres o cuatro minutos, tal vez más, había un gran silencio y Patricia se acercó a la ventana. Yo la seguí y alcancé a ver cómo llegaban los primeros policías. Como tenía mi cámara a la mano, tomé algunas fotos, mientras los policías rodeaban el lugar. Creo que escuché algunos tiros más adentro de la pizzería. Los agentes se acercaron a las ventanas, rompieron los vidrios y rasgaron las cortinas, mientras disparaban para cubrirse unos a otros. Recuerdo que vi a don Bruno, el dueño del restaurante, cuando salió por la puerta gritando: ‘No me destrocen más esto, que ya me ha costado como un millón de pesos’. En esos momentos, se produjo un nutrido tiroteo y me parece que de adentro se oyeron más disparos. Desde el costado izquierdo, donde venden las pastas, un policía rasgó la cortina y vi cómo vaciaba el cargador de su arma hacia un blanco muy definido. Era la primera vez que uno de los agentes disparaba repetidamente hacia un lugar específico, pues los demás habían estado disparando un poco a la loca. Hubo algunos tiros más y los agentes comenzaron a entrar gateando. Don Bruno intentó seguirlos, y rápidamente lo sacaron, mientras le gritaban. Vi entonces a un muchacho que corría de un lado a otro gritando: ‘¡Mataron a nuestra madrecita! ¡Mataron a nuestra madrecita!’. Luego vi cómo se acercaba a uno de los carros parqueados frente al restaurante y le daba golpes en el techo».
Lejos estaban los Fernández de imaginar las sangrientas escenas y los minutos de espanto que se habían vivido en el interior del restaurante; una masacre sin precedentes en los últimos 20 años de historia. Después vino la confusión, el caos.
Patrullas de Policía tenían aislado el sector y procuraban poner orden, para que los médicos legistas pudieran adelantar las diligencias de levantamiento de los cadáveres y los heridos fueran conducidos a los centros hospitalarios.
Comenzaron entonces las distintas versiones de los hechos. Aquí y allá, los medios de comunicación entrevistaban gente y recogían testimonios a veces contradictorios. Sin embargo, apareció lo que podría considerarse un testigo de excepción: el cardiólogo Pedro José Sarmiento, a quien el azar de tres disparos fallidos le había salvado la vida.
Sarmiento se hallaba comiendo con un colega suyo, el médico boliviano Andrés Montaño Figueroa. La orden que les habían tomado no alcanzó a llegar a la cocina. De espaldas al resto de la gente que se hallaba en el restaurante, oyó un totazo que pensó que era una bomba. Cuando escuchó varias detonaciones más, seguidas, supo que se trataba de disparos.
No alcanzó a voltearse, cuando oyó una voz que gritaba: «Esto es un asalto. ¡Todo el mundo al suelo! Entréguenme el efectivo, no quiero joyas. El efectivo. ¡Bótense al suelo!». Era lo mismo que escuchaba, pero dándole la cara a Delgado, Myriam Ortiz de Parrado, de 45 años, madre de cuatro hijos. Ella no puede olvidar que decía: «Nadie me debe ver la cara. Ustedes no me han visto nunca».
Los comensales obedecieron las órdenes y comenzaron a sacar sus pertenencias. Sarmiento, quien se había tirado al suelo y yacía boca arriba, pensó que no habría problema, que una vez que la gente entregara su dinero los atracadores se irían.
Sin embargo, esto estaba lejos de ser así. La posición de Sarmiento le permitió ver la forma como procedió Delgado: «Ese tipo le pedía plata a la gente y cuando se agachaba a recogerla le disparaba y la mataba. El tipo llegó al lado de Montaño. No sé si le dio o no dinero. Entonces oí disparos, Montaño quedó ahí. Cuando se me acercó fui a darle seis mil pesos que llevaba. Me eché un poco hacia atrás y él me disparó. Pensé que era mi fin y él siguió a matar a los otros. Me toqué el ojo derecho por donde me había disparado. Lo sentí, empecé a marearme».
Era la segunda vez que se salvaba. Segundos antes, dos balas habían pasado rozándolo apenas. Pero Delgado siguió cobrando sus víctimas, hasta cuando un policía destrozó uno de los ventanales de la fachada y disparó. Era el fin. Delgado cayó entonces.
Es aquí donde surge la duda de si Delgado se suicidó, o si fue la Policía quien le dio de baja.
Una niña, Johana Cubillos Garzón, estaba allí esa noche negra: no sólo vio morir a su hermanita de 11 años sino que asegura que vio cómo Delgado se suicidaba. «Yo vi todo, yo era la única que lo estaba viendo. El loco pedía que le dieran dinero en efectivo y que dejáramos los billetes sobre las mesas al tiempo que daba vueltas en el salón disparando y matando. De pronto se paró junto a mí, me miró y pensé que me iba a matar, pero no lo hizo, pensé que dispararía pero no lo hizo, no se por qué no me mató, pero a mi hermana ya la había asesinado. Yo miraba cómo mataba a la gente y no podía hacer nada. Hasta que llegó la Policía y rompió un vidrio, entonces vi cómo el loco se disparó y cayó».
Que entre el diablo y escoja
Eran cerca de las 9:30 de la noche. En medio de sillas y mesas en desorden, vasos y platos rotos, yacían sin vida los cuerpos de cinco mujeres y nueve hombres. Quince personas más se quejaban de sus heridas. Cuando las autoridades hicieron su entrada pensaron, por el número de muertos «que nos íbamos a encontrar con pozos de sangre. Pero no fue así. Descubrimos que la mayor parte de las víctimas había muerto de dos disparos en la cabeza».
Para la Policía esto revelaba la certera puntería de un hombre entrenado. Delgado, dicen algunos de quienes lo conocieron, se preciaba de ser el mejor frente a un polígono.
Sobre las escenas de horror comenzaron las diligencias para identificar a las víctimas, diligencias que sólo terminarían a las 2 de la mañana. Los heridos fueron trasladados a los hospitales de San José, San Ignacio, San Pedro y Militar, y horas más tarde seis de ellos morirían. Se elevaba a 20 la cifra de los muertos en el restaurante y a 28 el total de la trágica jornada.
Dos mujeres de apellido Infante, las únicas habitantes de la casa que sobre la séptima limita con el restaurante, sintieron personalmente cómo se ramificaba y extendía como mancha de aceite la tragedia. Un frasco de calmantes, litros de agua aromática y un teléfono que siempre pusieron a disposición de los familiares de las víctimas, fueron los servicios que hasta el final de la noche prestaron, aún temblando, estas dos samaritanas.
Como en cualquier sitio público, aquella noche en Pozzetto se habían mezclado personas de diferentes profesiones, orígenes y edades. Con la mención de los nombres de las víctimas que la radio transmitía en directo desde el sitio, el país se fue enterando de quiénes habían encontrado esa noche su cita con la muerte.