
El caso Hildegart
- Clasificación: Asesina
- Características: Parricidio
- Número de víctimas: 1
- Fecha del crimen: 9 de junio de 1933
- Fecha de detención: Mismo día (se entrega)
- Fecha de nacimiento: 23 de abril de 1879
- Perfil de la víctima: Su hija Carmen Rodríguez Carballeira, «Hildegart», de 18 años
- Método del crimen: Arma de fuego (revólver)
- Lugar: Madrid, España
- Estado: Condenada a la pena de veintiséis años, ocho meses y un día de reclusión. Internada en el hospital psiquiátrico de Ciempozuelos el 24 de diciembre de 1935. Murió de cáncer el 28 de diciembre de 1956
Índice
- 1 Aurora Rodríguez Carballeira – El asesinato de la Virgen Roja
- 1.0.0.1 Tres horas antes
- 1.0.0.2 Muerte en el ático
- 1.0.0.3 Aquellos tiempos de la República
- 1.0.0.4 ¡La veía tan hermosa!
- 1.0.0.5 La policía en Galileo
- 1.0.0.6 El Experimento Hildegart
- 1.0.0.7 Las divergencias
- 1.0.0.8 La sombra eterna
- 1.0.0.9 La Divina Locura
- 1.0.0.10 Tus lágrimas me dicen…
- 1.0.0.11 La última pelea
- 1.0.0.12 Velilla aclara pero oscurece
- 1.0.0.13 Susto de medianoche
- 1.0.0.14 El sepelio
- 1.0.0.15 El juicio
- 1.0.0.16 La prueba pericial
- 1.0.0.17 El caso Blanquita Gassó
- 1.0.0.18 Conclusión
- 1.0.0.19 Epilogo
- 1.0.0.20 Referencias:
- 1.0.0.21 Prensa consultada:
- 2 Aurora Rodríguez – Hildegart «Jardín de la Sabiduría»
Aurora Rodríguez Carballeira – El asesinato de la Virgen Roja
CronicasDelTanato.wordpress.com
Once meses después de asesinar a su hija, Aurora Rodríguez declaró ante el tribunal que la juzgaba: «Disparé con certera serenidad para que no sufriera». El público espantado enfrentó curioso la dura mirada de la mujer, que desde el estrado parecía decirles: «Y no soy una loca, hatajo de estúpidos».
Tres horas antes
Era la mañana del 23 de mayo de 1934, la Sala Primera de la Audiencia en el Palacio de Justicia de Madrid estaba repleta y no era para menos; aquel día tendría lugar la vista por el parricidio de la escritora y dirigente política Carmen Rodríguez, mejor conocida por el pseudónimo con el que firmó sus artículos y discursos: «Hildegart». Una pequeña puerta, disimulada bajo los ventanales que inundaban de luz el recinto, se abrió a las diez y treinta dando paso a la acusada quien venía flanqueada por dos agentes de la Guardia Civil.
La mujer era alta, de porte distinguido, vestía traje negro de terciopelo bajo un abrigo de pieles con sombrero del mismo color, sus manos enguantadas de blanco sostenían amorosas un ramo de claveles rojos. Con mirada extraviada dio un rápido paneo por la sala mientras que, tutelada por los guardias, acudía a ocupar su lugar.
Luego de la no menos ceremoniosa entrada del señor Francisco Fabié, presidente del tribunal y de la escogencia por sorteo de los ocho integrantes del jurado, la atronadora voz del ujier con la frase «Audiencia Pública» acalló el bisbiseo general y marcó el inicio del juicio oral a la tristemente célebre Aurora Rodríguez Carballeira.
Muerte en el ático
El drama que hoy nos ocupa ocurrió hace mucho tiempo, el viernes 9 de junio de 1933. Ese día, doña Aurora se levantó muy temprano. La mujer residía con su hija Carmen y una joven criada llamada Julia Sanz en un ático del edificio 57 en la calle Galileo. Poco antes de las 8, Julia se disponía a preparar el desayuno pero su ama le ordenó dejar aquello.
-Mejor vete a lo de Benigna y llévale los perros que quedó en cuidarme. Al regreso sigues con la comida…
La chica tomó a los animales y al intentar atarles las correas, como acostumbraba hacer cuando los sacaba a pasear, oyó la voz tajante de Aurora.
-¡No los ates, llévalos así mujer! Y apura el paso. ¡Ah! Y di a Benigna que pase luego a buscar el gato, pero que espere algunos minutos pues el condenado se escapó anoche por la ventana y aún no ha vuelto.
Julia, un tanto azorada, salió de la casa con los perros que no más verse fuera arrancaron a correr escaleras abajo en medio de fuertes ladridos. Al llegar a la entrada pasó como una saeta al lado de la portera Laura García. Ésta miró con asombro que los perros estuviesen sueltos pues lo común era que los sacaran atados para evitar que armaran barullo. La pobre criada hubo de perseguir por largo rato a los traviesos canes ante la divertida mirada de los pocos vecinos que a esa hora caminaban por la zona.
Mientras todo eso ocurría, Aurora Rodríguez entró al cuarto donde su hija dormía. Miró su rostro dulcificado por el sueño, sacó un revolver, apuntó a la cabeza y con pulso firme disparó cuatro veces. Abajo se escuchaban los ladridos de los perros y los gritos de Julia.
Cuatro hilillos de sangre comenzaron a manar de la cabeza inerte de Carmen. Su madre dejó caer el revólver, tomó un paquete, se echó encima un abrigo de peluche negro y salió. Iba completamente despeinada, pero sin ningún otro signo que delatara la monstruosidad cometida. En la portería preguntó que si Julia había vuelto y Laura le respondió que no.
-Entonces debe de estar en casa de Benigna, dígale por favor cuando vuelva que suba con ella a buscar al gato.
Dicho esto salió a la calle con el paso normal de alguien que va de compras.
Aquellos tiempos de la República
En junio de 1933 España estaba convulsionada. La Segunda República experimentaba una de sus crisis periódicas. Desde la presidencia se intentaba constituir un gobierno que incluyera a radicales y a federales con el objetivo de aumentar la precaria mayoría parlamentaria, necesaria para emprender importantes reformas.
Los cronistas de la prensa conservadora se quejaban de los pequeños y grandes cambios que se dejaban ver por todas partes: la contratación de un taquígrafo que llevaría las actas de la municipalidad, la erección de una nueva edificación que sustituiría al viejo Palacio de Justicia, la aparición de rascacielos en la calle de Alcalá, la inclusión de vehículos automotores en la flotilla que prestaba el servicio de limpieza urbana y la sustitución de las monjas que dictaban clases en las escuelas por maestras civiles y laicas, eran señales inequívocas, según los periodistas pro monárquicos, de la descomposición en la que había caído la nación.
El cine Astoria se colmaba de un público deseoso de contemplar la presentación del Fotoliptófono, un curioso ingenio creado por el argentino Fernando Crudo que serviría para obtener y reproducir fonogramas.
Desde Sevilla se anunciaba el despegue exitoso de la aeronave «Cuatro vientos» que viajaría a La Habana para cubrir 8.100 kilómetros en vuelo directo. El comandante Barberán y el teniente Collar, responsables de la nave anunciaron antes de partir que la desviarían un poco al sur para, en línea loxodrómica intentar llegar a ciudad de México, y con ello romper el récord ostentado hasta entonces por Inglaterra.
En Bilbao el «Athletic» se imponía con un gol sobre el «Español» de Barcelona para avanzar en las eliminatorias del Campeonato de España y de vuelta a la calle Galileo en Madrid, una tremenda conmoción estaba a punto de afectar la rutinaria tranquilidad del vecindario.
A la misma hora en que la parricida se despedía de la portera, Julia Sanz llegaba a casa de Benigna Carvallo, jadeante y extenuada. Traía a cada perro asido fuertemente del collar para que no volvieran a escapar. Pidió a la vecina que la acompañase pues doña Aurora iba a darle el gato.
La historia de esa entrega de animales en custodia, comenzó diez días antes cuando la propia Aurora acudió a casa de Benigna a proponerle un trato: Ella se iría a pasar una temporada a lo de un hermano que tenía en Cuba y necesitaba a una persona de confianza que le cuidase los perros y unas plantas. Doña Aurora que era miembro de la Sociedad Protectora de Animales tenía además de los canes, un loro, un alcotán, un gato y algunas tortugas. Por el cuido de los perros ofreció a Benigna una pensión de 4 pesetas diarias.
Al día siguiente envió a Julia con los tiestos y el recado de que le entregaría los animales cuando partiese a La Habana. En esa ocasión le mandó a preguntar que si podía también hacerse cargo del gato, de lo que obtuvo respuesta positiva.
Según contó Benigna, días después del crimen, no supo más de Aurora hasta la mañana del 9 cuando vio llegar a Julia con los perros. Salió con la chica en dirección al número 57 y al llegar a la portería, García les anunció que la señora había salido. Julia abrió con su llave y miró con extrañeza que las puertas de las habitaciones estuviesen cerradas.
A Benigna le llamo la atención el que la estancia oliera tanto a pólvora, así se lo hizo notar a la criada que la miró con inquietud mientras golpeaba a la puerta de la habitación de Carmen diciendo: «Señorita, aquí está Benigna que viene a recoger el gato…» No hubo respuesta, la chica insistió golpeando esta vez con más fuerza y nada. Total silencio. Benigna repitió: «Aquí huele mucho a pólvora», la certeza de la tragedia llegó a la mente de Julia quien dijo en un hilo de voz:
-Eso es que la señora ha matado a la señorita.
-Entra a ver -le respondió Benigna asustada.
Al darse cuenta de que el terror había paralizado a la chica, Benigna entró sola a la habitación para encontrarse con los 19 años de Carmen destrozados a balazos. Vio su cuerpo desnudo tendido en la cama con la cabeza y el pecho inundados de sangre y gritó.
¡La veía tan hermosa!
Faltando un cuarto de hora para las nueve de la mañana, el timbre de la residencia de Juan Botella Asensi, diputado de la izquierda radical socialista, sonaba con insistencia. La criada que acudió a abrir la puerta se encontró con aquella dama despeinada y de mirada dura que le preguntó por el señor.
-En este momento, el señor está descansando.
Sin esperar a ser invitada, la mujer entró a la casa. Irritada por la irrupción, otra criada le salió al paso preguntándole qué deseaba.
-Necesito hablar con el diputado, dígale por favor que es urgente.
Las mujeres le repitieron que no era posible pues el señor se encontraba aún en su habitación. Le sugirieron pasar más tarde, pero la mujer insistía en que el asunto que la había llevado allí era excepcional y no admitía espera. En esas salió la esposa de Botella quien al ver la expresión en el rostro de la mujer, ordenó que fuese recibida y acudió a llamar a su marido.
Unos minutos más tarde, el diputado Botella Asensi se presentó ante Aurora quien no más verlo exclamó:
-¡He matado a mi hija!
El político, que creía estar en medio de un mal sueño, replicó:
-Vamos, Aurora, tranquilícese usted, ¿Qué barbaridad ha pronunciado?
-Eso que digo a usted, ¡Qué he matado a mi hija!
-¿Y qué es lo que quiere de mí?
-Que me diga qué debo hacer.
-Pues si es cierto que ha dado muerte a Hildegart, cosa que dudo…
-Tan cierto es eso como que usted y yo estamos hablando.
-Espere entonces un momento a que me vista, y me acompañará al juzgado de guardia…
La policía en Galileo
Laura García Cornejo terminaba de barrer el pasillo cuando el alarido de horror de Benigna taladró sus oídos. Volteó arriba a tiempo de ver como criada y vecina salían en carreras al descansillo. -¡Han matado a la señorita! -gritaban.
Varias personas acudieron al ático; con la esperanza de que la muchacha estuviese viva la llevaron hasta una policlínica en la vecina calle de Fernández de los Ríos en la que el médico Valentín Camino no pudo sino certificar la muerte. Dos de los proyectiles impactaron el cráneo, uno la región malar y otro el cuello. Todos entraron a quemarropa.
Agentes de la Dirección General de Seguridad llegaron al sitio para iniciar las investigaciones al tiempo que lo hacían los funcionarios del juzgado de guardia, encabezados por el juez Don Antonio Domínguez quien emitió orden de captura en contra de Aurora Rodríguez, sin saber que en ese mismo instante la mujer lo esperaba en su oficina en compañía del diputado Botella.
Prensa y curiosos se habían agolpado en la sede del juzgado, atraídos por la notoriedad de las involucradas y por lo crudo y oscuro del crimen. Alguien se acercó hasta donde estaba Aurora y le preguntó que por qué había matado a su hija y ella con mirada ausente respondió con una frase que parecía una incoherencia: -¡La veía tan hermosa!
Luego de pasar hora y media declarando ante Don Antonio Domínguez, la parricida fue subida a un vehículo del juzgado que la trasladaría hasta la cárcel de mujeres instalada en el viejo caserón de la calle Quiñones que hasta 1842 sirvió como convento a los monjes benedictinos de Montserrat.
Con el rostro hundido entre las manos la mujer evitó a los curiosos y solo cuando el auto arrancó alzó la vista para enfrentarlos; por primera y única vez se le vio bañada en lágrimas. ¿Era el llanto de la madre ante la aberración cometida o el de la artista perturbada ante el fracaso de su obra?
El Experimento Hildegart
Según relató la propia Aurora en el juicio que se le siguió en 1934 y lo que contó con más detalles en los años en los que estuvo internada en el sanatorio mental de Ciempozuelos, el origen de este horrible hecho se ubica en su propia infancia.
Aurora Jesualda Rodríguez Carballeira nació en la ciudad de Ferrol el 23 de abril de 1879. Era la segunda de los hijos de don Francisco Rodríguez Arriola, procurador del juzgado de primera instancia y de Aurora Carballeira López. Su hermana Josefa era seis años mayor que ella y su hermano Francisco nacería cuando ella ya tenía 7.
Desde niña fue un alma solitaria y triste con nula capacidad de relacionarse afectivamente. Sentía por sus hermanos y su madre muy escaso aprecio, actitud que cambiaba de manera radical con su padre por el que sentía una gran admiración. Don Francisco, un político de ideas liberales, masón, trabajador muy serio y de costumbres frugales causó, quizás sin percibirlo, un fuerte impacto emocional en su pequeña quien siempre lo vio como un modelo a seguir.
Desde temprana edad, Aurora sintió desprecio por las injusticias que percibía en el ambiente, así como por la mentira y la traición. En su época de Ferrol dos acontecimientos la marcaron profundamente; el primero de ellos ocurrió un día en el que sorprendió a su madre besando a escondidas a un hombre y el segundo cuando su hermana mayor quedó embarazada sin haberse casado. Ambos acrecentaron el asco que ya sentía por el acto sexual al que percibía como una cosa primitiva que solo servía para esclavizar a la mujer, confinándola al rol de «paridora».
En la adolescencia rehusaba el trato con las chicas de su edad por considerarlas «intelectualmente incapaces». Es por esos años que decide encerrarse en la biblioteca del padre con el objetivo de -según sus propias palabras- «encontrar alimento filosófico para sus ideas».
Allí se encuentra con una variada gama de pensadores pero los que llaman su atención son los socialistas utópicos, especialmente el francés Charles Fourier, cuyas teorías sobre la reorganización social la fascinan.
Es también en esta etapa que se topa con la Eugenesia, filosofía social que propugna la mejora de los rasgos hereditarios humanos por medio de la intervención manipulada y los métodos selectivos; para Aurora que miraba a sus congéneres con desdén considerándoles una caterva de alienados, hundidos en la más profunda estupidez e incapaces de tomar las riendas de su destino, esta teoría vino a significar mucho; según ella podía llegar a ser la vía para liberar a la humanidad de las taras que le impedían desarrollarse.
Un nuevo hecho vendría con el tiempo a arraigar su fe en la posibilidad de introducir mejoras en los seres humanos, tal suceso llegó con el nacimiento de José Rodríguez Carballeira, (a quien la posteridad conoció como Pepito Arriola) su sobrino, hijo natural de Josefa, su díscola hermana quien lo concibió con un desconocido.
El niño nacido en Betanzos en diciembre de 1895, ciudad a la que fue enviada la madre para mitigar el escándalo sería luego confiado al cuido de Aurora. La chica quien para entonces ya se creía portadora de la importante «misión» de redimir al mundo, vio en esto la oportunidad de poner en práctica sus ideas.
-Yo estaba loca de contento. -Diría años más tarde al escritor Eduardo de Guzmán -Había realizado en cierto modo mi ideal de un muñeco de carne y hueso.
Si, un muñeco con el cual experimentar sus teorías. Eso significó su sobrinito para la joven de 16 años a quien un suceso, si se quiere fortuito, vino a fortalecer sus creencias. Resultó que aquel niño, al que ella sentaba a su lado mientras tocaba piezas populares al piano, se reveló como un prodigio de la música, al punto de que una tarde cualquiera logró repetir con sus pequeñas manitas la melodía interpretada por su tía, superándola incluso.
Aurora vio enseguida que aquel niño podía llegar a ser el sujeto de experimentación que necesitaba. El germen, la semilla de un ser humano superior, criado para lo grande y lo sublime a través de un proceso de formación cuidadosamente planificado y riguroso que lo liberara de los prejuicios sociales y religiosos que solo retrasaban el camino de la humanidad a la perfección.
Mas, el sueño redentor de Aurora llegó pronto a su fin cuando su hermana, quien ya se había casado reclamó para sí a su hijo, arrancándolo de su égida. Esto significó para ella un duro golpe y desde entonces supo que si quería lograr su objetivo debía partir del hecho de tener a una criatura que fuese suya y a la que nadie pudiera arrebatarle, pero para esto deberían pasar algunos años, mismos que dedicaría a madurar intelectualmente, a fortalecer sus ideas a través del estudio.
Decidió esperar además a que la muerte de su padre «la dejara libre para ejecutar sus planes». Tal hecho sucedió en enero de 1914, fecha en la que Aurora, ahora con 35 años y considerándose en la plenitud intelectual y biológica se abocó a apresurar la concreción de su proyecto vital.
Había de tener una hija, a la que debía preparar concienzudamente para cumplir la tarea redentora. Y decidió que fuese de esa forma pues a su parecer la que realmente necesitaba ser redimida era la mujer por ser mucho más egoísta y astuta que el hombre y por ser además el factor primario, esencial de los seres que pueblan la tierra.
-De ahí que yo y mi ideal -diría en el juicio- necesitáramos de un agente hembra. Mujer que llegará a ser modelo de las mujeres.
El siguiente problema a resolver luego de la muerte de su padre, era el de buscar eso que llamó un «colaborador fisiológico», un hombre al que pudiera usar y desechar para que la ayudara a concebir la criatura. En la escogencia debía ser muy cuidadosa, no podía ser cualquiera, sino alguien al que por su condición pudiera mantener alejado de ella y de su hija, una persona que no pudiera reclamar después derechos sobre la atención y la educación de la criatura.
La identidad de ese «colaborador» aparece entre brumas en la historia, debido a que Aurora se empeñó en sepultarlo, sin embargo, investigaciones realizadas por la profesora Rosa Cal apuntan a que el escogido por Aurora pudo haber sido Alberto Pallás Montseny, un sacerdote levantisco, acostumbrado a causar dolores de cabeza a la jerarquía eclesiástica.
Alberto y ella tuvieron tres encuentros sexuales, carentes por completo de pasión y de afecto, fríos y asépticos como el mesón de un laboratorio. Destinados únicamente a concebir al sujeto de estudio que requería aquella mujer perturbada.
Una vez logrado el propósito, Aurora salió de Ferrol con destino a Madrid, lugar que escogió para desarrollar la segunda parte del plan: tener y educar a la criatura, esfuerzo que llevaría a cabo solo si resultaba ser hembra, cosa que por fortuna para ella ocurrió.
El 9 de diciembre de 1914, nacía Carmen Rodríguez Carballeira, la cobaya de Aurora, destinada por su madre a ser la «mujer modélica del futuro». Esta pequeña hubo de soportar desde sus primeros años una dura disciplina y una total carencia de afectos.
Sus compañeras de clases de la escuela primaria la recordarían siempre como una niña prodigio, atosigada y vigilada en todo momento por Aurora. Obligada a trabajar con dureza en su formación intelectual, sin poder disfrutar como otros niños de los regalos naturales de la infancia: los juegos, el amor filial y los sueños.
La constante supervisión de Aurora produjo tempranos frutos. A los tres años, la niña leía, escribía y mecanografiaba, a los ocho dominaba el inglés, francés y el alemán. Terminó el bachillerato antes de terminar la infancia y a los 16 ya tenía un título en Derecho y había comenzado la carrera de medicina.
Desde los 14 militaba en el partido socialista y ya había escrito libros y numerosos artículos que abarcaban diferentes temas. Era además una de las conferencistas estrella de la izquierda española. En una ocasión uno de sus escritos le ocasionó ser llevada a juicio -eran los tiempos de la dictadura de Primo de Rivera- cuando se presentó a la vista, el juez no podía creer la edad de aquella «subversiva» y no la creyó hasta no ver la partida de nacimiento, pese a su corta edad se le sometió a un consejo de guerra del que se libró porque al poco tiempo se proclamó la República y todos los delitos políticos quedaron amnistiados.
Las divergencias
Pero a la llegada del nuevo régimen, Carmen hizo pública la decepción que desde hacía tiempo sentía por la dirigencia de su partido, calificó como «aburguesamiento» la entrada de algunos de sus líderes en los cuadros ministeriales, al mismo tiempo empezó a cuestionar la idoneidad de las teorías socialistas para sacar a España del atraso en el que estaba sumida.
Sus críticas generaron tal fricción que terminó renunciando a su militancia. Con motivo de su salida y a manera de justificación escribió el libro ¿Se equivocó Marx? en el que exponía su convicción de la pequeñez del socialismo para servir de cauce a las magnas aspiraciones obreras.
En una entrevista que por la época concedió al periodista Galiana Aragonés para el Heraldo de Madrid dijo sin embargo y con honestidad lo siguiente: «Admito que influyeron en mi espíritu los méritos teorizantes de Marx, los revolucionarios de Bakunin y el magnifico organizador de masas, Lenin».
Su separación del partido socialista le trajo el primer roce importante con su progenitora, que miró en aquello un inesperado y desagradable gesto de emancipación de parte de la pupila; sin embargo y pese a la reconvención de Aurora, Hildergart siguió adelante y al poco tiempo entró a militar en el Partido Republicano Federal, donde fue bien recibida por su preclara inteligencia y sus dotes oratorios.
La dominante madre hubo de ceder en este punto; pero una cosa lleva a la otra y en poco tiempo un nuevo motivo de disgusto se presentaría; esta vez, según la óptica de Aurora, de graves proporciones: Su hija se había enamorado.
La sombra eterna
Nadie que conociera a la peculiar pareja podía recordar haberla visto separada alguna vez. Aurora estaba donde su hija estaba; en la escuela de primeras letras; en la de segunda enseñanza; en los encuentros de las Juventudes; en los coloquios; en las diversas citas con intelectuales y políticos y en la universidad.
La gruesa mujer de rostro severo estuvo siempre a la sombra; discreta pero visible; sin interferir en nada pero haciéndose notar; vigilante de su obra y guardiana de su pureza.
Cuando la chica, por indicación de Aurora, inició estudios de Derecho en la Universidad de San Bernardo, debía vestir de negro con el fin de no parecer sensual a sus compañeros. La eterna compañía de su madre en pasillos y aulas llamó la atención de estudiantes y profesores; algunos se atrevieron a insinuar la posibilidad de que aquella fuese una relación incestuosa.
En ningún caso Hildergart podía estar sin su madre en compañía de varón alguno, cada palabra, cada gesto de los hombres que se acercaban debía pasar por el fino tamiz de Aurora quien incrementó la vigilancia desde que la muchacha llegó a la pubertad. No podía permitir que nada -y mucho menos un hombre- desviara a «su criatura» del objetivo al que la tenía destinada desde mucho antes de nacer.
Pero en el primer descuido que tuvo, uno logró pasar el cerco. Ocurrió durante el Congreso que el partido federal celebró en Madrid. Mientras Aurora charlaba con una amiga, Abel Velilla, político y escritor barcelonés trabó rápida conversación con Hildegart. Aurora no logró ver mucho desde su atalaya y como el encuentro fue tan breve tampoco le generó suspicacias.
En el trayecto a la casa, la joven no dejo traslucir nada pero a los pocos días la celosa madre encontró una carta. Era, al parecer una declaración de amor de Velilla. Aurora montó en cólera y blandiendo la prueba de aquella felonía reclamó a su hija que no se quedó callada. La discusión de proporciones épicas fue la primera de una cadena de riñas a la que asistieron, con pase de cortesía y a través de los muros los vecinos del edificio.
Para agravar el asunto, Velilla se presentó ante Aurora para pedir a Hildegart en matrimonio. La madre lo miró como quien mide a una cucaracha antes de aplastarla y le dijo secamente:
-Mi hija no está en el mundo para contraer matrimonio. Casarla sería tanto como sacrificar la misión para la que ha venido a la tierra. Esto de ustedes es un amor pasajero que no tiene importancia alguna. Ya se les pasará.
Acto seguido le pidió al joven salir y le prohibió terminantemente continuar la relación con su hija.
La Divina Locura
La noche del jueves 25 de mayo, madre e hija asistieron a la casa de Don Pedro Cohucelo, quien haría ante un escogido grupo de amigos la lectura de su drama La Divina Locura. La velada transcurrió sin tropiezos y al final de la misma, Hildegart acudió efusiva a felicitar a su amigo. A lo externo la chica lucía tranquila pero espiritualmente estaba devastada.
El incidente Velilla abrió la puerta a los demonios que desde un tiempo atrás la atormentaban. Se había hastiado de la enfermiza tutoría de Aurora y como era natural en alguien de su edad, y más aún de su cultura, los deseos de independizarse estaban a flor de piel.
Siendo Hildegart una joven brillante y de ideas progresistas era contradictorio que a los 19 años continuara bajo la égida de su madre, más aún que conservara intacta su castidad. Esa paradoja le ganó el apodo de Virgen Roja, atribuido a su amigo, el sociólogo británico Havellock Ellis quien la llamó así haciendo referencia a sus tendencias izquierdistas y a su nula experiencia sexual.
Por datos de amigos cercanos se pudo saber que la chica se planteaba en los días previos a su muerte un rompimiento con su madre, decisión que sumada a la presunta relación afectiva con Velilla desencadenó la tragedia.
Tus lágrimas me dicen…
Al llegar a su casa el sábado 27 de mayo, Pedro Cohucelo recibió de manos de un criado una tarjeta de Hildegart que tenía escrita la siguiente frase: «Amigo Cohucelo: Venga a vernos esta noche si le es posible. Hay algo urgente.»
Pese a que eran más de las diez de la noche, Cohucelo acudió a la calle Galileo. El talentoso escritor sentía un gran afecto por aquellas dos mujeres, en especial por Hildegart a la que conoció un año antes, cuando le tocó moderar una de sus conferencias en el Ateneo Teosófico de Madrid. Intrigado por la nota, apuró el paso hasta que se vio a sí mismo golpeando discretamente la puerta del ático en el que vivían sus amigas. Con gesto grave Aurora le pidió pasar a la estancia en la que encontró a una carilarga Hildegart.
Sin saber exactamente de qué iba aquello, el escritor interrogó con la mirada a la matrona quien lo puso al tanto del suceso con Abel Velilla y de la decisión adoptada ante lo que consideraba un delicado problema.
Al escuchar el relato, Cohucelo preguntó a la joven:
-¿Estás conforme con lo que dice tu madre?
Hildegart intimidada miró a Aurora y guardó silencio.
-¿No me dices nada? -Insistió Cohucelo.
La chica rompió a llorar y el escritor exclamó conmovido:
-Ahora es cuando eres verdaderamente grande. Esas lágrimas me dicen que estás enamorada.
Esa frase fue para Aurora como un resorte que la levantó de la silla.
-¡No! No está enamorada. ¿Verdad que no? -preguntó aterrada a su hija.
Hildegart no pudo sino mirarla con un rencor triste para decirle:
-No, no estoy enamorada. No quiero a más nadie que a ti.
-Ella, -dijo la madre- seguirá la ruta emprendida hasta llegar al fin para el que fue creada.
Como si estuviese ante el mismo Víctor Frankenstein, Cohucelo no pudo sino exclamar:
-¡Aurora, por Dios! ¿Por qué esa oposición?
-Ya sabe usted, repito que Hildegart tiene que cumplir una misión en la tierra.
Pedro José Cohucelo seguiría visitando a las mujeres en los días siguientes, tratando de encontrar una forma de mellar la terquedad de Aurora, aunque sin ningún éxito. Diez días antes de su muerte Hildegart fue aislada del mundo. El teléfono le fue cortado, las visitas prohibidas y las salidas a la calle anuladas.
Su melancolía creció con el encierro y por más que rogó a su madre que la dejase salir, pues quería enterarse de primera mano de los pormenores de la crisis por la que atravesaba la República, no pudo sino seguir enclaustrada.
Las peleas se hicieron cotidianas, gritos y amenazas se filtraban por los muros. Hildegart clamaba por su libertad y Aurora maldecía a «las influencias externas» que corrompieron su obra. Imprecaba a H.G. Wells y a Havellock Ellis a quienes acusaba de encabezar una «conspiración internacional» que buscaba arrebatarle a su criatura.
Aurora entendió que su experimento había naufragado la noche en que su hija le anunció la decisión de separarse de ella, para emprender a solas una gira por el país. La perturbada mente de la mujer sabía cuál debía ser el siguiente paso y actuó en consecuencia.
La última pelea
La noche del jueves 8 de junio de 1933 una nueva disputa tuvo lugar en casa de las Rodríguez. La criada Julia Sanz asistía muda y aterrada a la misma desde su habitación. En aquella última pelea, Hildegart ratificó a su madre la decisión de salir del nido.
La joven, para sorpresa de Aurora, se las había arreglado para dar algunos pasos en ese sentido y ya tenía hasta un sitio donde quedarse: la casa de doña Emilia Rincón, una anciana que era amiga de ambas mujeres.
Según narró Julia en el juicio que se dio un año después, la discusión se prolongó hasta la medianoche. Al parecer compañeros de partido de Hildegart le habían hecho la observación de que el asesoramiento y la persistente supervisión de Aurora la perjudicaban al frenar su pleno desarrollo. -Eres muy inteligente y laboriosa -le decían- pero la influencia de tu madre te afecta.
Para animarla a tomar la decisión, le ofrecieron realizar una gira propagandística por España, necesaria según ellos en la delicada circunstancia que atravesaba el país. La controversia salpicada de insultos, amenazas y llanto cesó cuando Aurora juró a su hija que se mataría el mismo día que ella la abandonara. La firmeza en la mirada de su madre convenció a la chica, que la abrazó prometiéndole que ya nunca la dejaría. Hildegart se fue a dormir. En su habitación Julia se echó la cobija encima convencida de que la refriega había concluido.
Aurora, por su parte, tomó un vetusto revolver que ocultaba de antiguo en la casa y subió a la azotea.
Velilla aclara pero oscurece
Dos días después de la muerte de Hildegart, se recibió una llamada telefónica en la redacción del Heraldo pidiendo comunicación con don Manuel Fontdevila, director del vespertino. La llamada procedía de Barcelona y la hacía el escritor y político catalán Abel Velilla.
-Mi deseo es aclarar la información aparecida en su diario en la que se me vincula con la infortunada muerte de Hildegart Rodríguez.
Don Manuel solicitó a su interlocutor que le dejara tomar nota taquigráfica y al tener libreta y pluma en mano le pidió proseguir. Un bufido llegó por el pesado tubo del aparato y a continuación se oyó la voz metalizada y un poco nerviosa de Velilla.
-Soy el primer sorprendido. La señorita Hildegart me fue presentada en el Círculo Federal y con ella sostuve un brevísimo dialogo; pero sin que en nuestra fugaz conversación hubiera otra cosa que la más elemental cortesía. Jamás le escribí carta alguna y mucho menos hice petición de su mano por una sencilla razón: mis afectos están comprometidos.
La declaración recogida y publicada en la edición del sábado 10 de junio, la contradecían sin embargo tres personas que conocían íntimamente a Hildegart: don Pedro Cohucelo, la señora Guerrero de Echeverría y Julia Sanz, ésta última declaró bajo juramento acerca de esa relación en el juicio que se le siguió a la parricida.
No obstante, es necesario dejar constancia de la versión dada por otros testigos, en descargo de Abel Velilla. El redactor policial del diario La Libertad pudo saber por algunos vecinos que días antes del asesinato, Aurora encontró entre los papeles de su hija un pequeño lote de cartas, escritas por la misma joven, en las que simulaba una relación con Velilla. En la correspondencia imaginaria, la chica le decía al catalán que tenía fervientes deseos de reanudar los deliciosos días vividos con él en Madrid.
¿Podía tratarse entonces de fantasías provocadas por la mente de una joven castrada en su sexualidad? ¿Algún inocente juego que la ayudaba a drenar las naturales tensiones provocadas por sus necesidades afectivas? Fuera como fuera, la relación con Velilla, supuesta o real marcó el destino de Hildegart.
Susto de medianoche
Un estruendo despertó a los vecinos de Galileo 57. Hildegart y Julia se levantaron al mismo tiempo de sus camas para encontrarse en el pasillo con mirada interrogante. Afuera se oían voces alarmadas de gente que subía por las escaleras. Las jóvenes salieron al descansillo, justo para situarse entre los vecinos y Aurora que sostenía un humeante revólver entre sus manos. El pasmado tumulto miraba intrigado a la mujer que sin inmutarse soltó:
-¡Que no pasa nada, hombre! Solo subí a probar esta cosa, a ver si funcionaba. En estos tiempos que vivimos una tiene que estar preparada, más en nuestro caso que somos tres mujeres viviendo solas. Hay que protegerse.
Un murmullo de condena se desprendió de la masa y cada quien regresó a su casa dando un portazo. Hildegart preguntó a su madre qué pasaba y ella la tranquilizó repitiendo lo que había dicho antes. Pasado el susto, la joven se fue a dormir sin saber que iba a su último sueño.
El sepelio
A las diez de la mañana del sábado 10 de junio los doctores José Alberich y Cipriano Rodrigo, asistidos por Don Felipe Martín practicaron la autopsia a Carmen «Hildegart» Rodríguez. Apreciaron dos heridas de bala en la región malar, una en el pómulo derecho que provocó salida de la masa encefálica y otra en la región esternal, que atravesó un pulmón. «Las cuatro heridas son mortales de necesidad», apuntaron en el informe.
Terminada la diligencia, el cadáver fue trasladado a capilla ardiente en el Circulo Federal de la calle de Echegaray donde militantes y dirigentes de su partido, acompañados por las damas de la Unión Republicana Femenina y personalidades de Acción Cívica se disponían a encabezar el acto fúnebre. A las 6 de la tarde del mismo día, los restos mortales de Hildegart, rodeados de una multitud, partieron por la carrera de San Jerónimo hasta el cementerio que habría de acogerlos.
El juicio
Una vez constituido el tribunal, el secretario José Ayllón procedió a leer las conclusiones provisionales de la fiscalía y de la defensa. En la primera se imputaba a doña Aurora de parricidio con premeditación y alevosía, más porte ilícito de arma y en la segunda se le calificaba de irresponsable y paranoica.
El fiscal pidió pena de 30 años de reclusión mayor por el parricidio y un año de reclusión menor por el porte ilícito de arma. La defensa, por su parte solicitó la eximente primera del Código Penal debido a que la procesada sufría de un estado de paranoia pura permanente.
Desde su asiento, Aurora aprobó con una sonrisa la petición de la fiscalía y rechazó con un evidente gesto de desagrado la conclusión de la defensa.
Las tres horas siguientes el estrado sería ocupado por la acusada quien debía responder a las preguntas del juez, a las del fiscal y a las de la defensa, pero por momentos el acto perdía las apariencias de un juicio y tomaba las de la prédica de algún místico extraviado.
La mujer contó su vida entera; la relación con sus padres y hermanos; la experiencia con su sobrino; la concepción de la idea de tener una criatura con la cual redimir al mundo; la niñez de Hildegart, sus logros académicos y los primeros tropiezos. Los asistentes recibieron además una clase gratuita de Eugenesia hasta que llegó el momento crucial de narrar su versión sobre el crimen y sus causas.
Aurora entrecerró los ojos como para meditar bien lo que iba a decir, apretó en sus manos el pequeño ramo de claveles rojos y comenzó a rememorar:
-Mi hija me había pedido mil veces que la matase. «Sé valiente, hija mía -le respondía yo siempre-, y sé tú la que te des la muerte.»
«Me falta decisión, mamá. De veras te suplico que acabes con mi vida.»
«Ante insistencia tan reiterada y angustiosa, le prometí complacerla. En la madrugada del día de su liberación, Hildegart se despertó una vez y viéndose aún viva, me dijo: «¿Todavía no, mamá?». -Duerme, bien mío, que te juro que no has de despertar más. Dos horas después, cuando la vi sumida en el sueño más profundo, tomé el revólver, apliqué su cañón en la sien de mi hija y disparé con certera serenidad para que no sufriera.»
El murmullo de espanto que recorrió la sala provocó una mirada colérica en la mujer, quien luego sin más y con la misma frialdad que demostró siempre concluyó el relato:
«Su deseo estaba cumplido. Tres disparos más hice sobre su cuerpo para evitarle sufrimientos inútiles. Y así acabó todo.
No me arrepiento en absoluto de mi obra. Cien vidas que tuviera Hildegart, otras tantas le quitara, antes de verla hundida en el fango de la prostitución dorada y sirviendo de presa a la concupiscencia y las malas artes de los hombres.»
Era esa la versión que había construido la trastornada mente de Aurora y la que repitió hasta que la historia le perdió la pista.
La prueba pericial
Concluido el interrogatorio a la procesada, tocaba el turno a los médicos psiquiatras de la defensa y de la fiscalía quienes debían evacuar las pruebas periciales. Se dio la palabra a los expertos que trabajaban para la defensa; los doctores José Miguel Sacristán y Miguel Prados. Estos expusieron su conclusión: Aurora Rodríguez presentaba una personalidad fuertemente egocéntrica, inadaptada y rígida con residuos de un pensamiento infantil que revelaba una «personalidad anormal».
Según el diagnóstico clínico, la acusada tenía un temperamento esquizotímico con rasgos degenerativos paranoicos e ideas delirantes. Se trataba en resumen de una megalómana perteneciente al grupo de los «reformadores de la sociedad»; para ellos la mujer era una paranoica incurable, peligrosa y por consiguiente irresponsable de sus actos.
Por su parte, los médicos llamados por el representante del Ministerio Público alegaron estar ante una mujer que aunque tenía ideas extrañas, se daba perfecta cuenta de cuanto hacía por lo que no era una enferma paranoica pura y era por tanto responsable.
Al ver que aún faltaba la argumentación de los peritos y la prueba testifical, el presidente del tribunal suspendió la vista por lo avanzado de la hora, convocando para el 25 de mayo a las diez de la mañana.
El caso Blanquita Gassó
Hay en la historia criminal de España un caso que presenta algunas semejanzas con el que hoy narramos. Ocurrió 50 años antes, en 1883. Blanquita Gassó una hermosa e inteligente joven, escritora como Hildegart, era la hija de un rico comerciante madrileño que la celaba excesivamente. El hombre que enviudó muy pronto, ejerció los roles de padre y madre con una peculiar mezcla de mimo y rigor.
Cuando su hija creció, convirtiéndose en una atractiva señorita que llamaba mucho la atención por su belleza y talento, Gassó extremó la vigilancia. La muchacha no podía dar un paso sin que su padre estuviera con ella. Jamás la dejaba sola en casa, si salía al café o a cualquier reunión con amigos la llevaba consigo.
En una ocasión, atormentado por los celos, el padre trató sin éxito de desfigurar el rostro de la chica. Cuando se le preguntó la razón de aquella agresión respondió que su deseo era que la muchacha quedara fea para que ningún hombre se fijara en ella.
A los pocos días, una mañana también como en el caso de Hildegart, el comerciante entró en la habitación donde dormía su hija y la mató a tiros; pero al contrario de lo que hizo Aurora, al verla muerta, Gassó se llevó el arma a la sien y se suicidó.
Conclusión
El juicio comenzó media hora después de lo previsto con la continuación de la prueba pericial médica. Aurora Rodríguez acudió sosteniendo nuevamente entre sus manos un ramo de claveles rojos. En la primera parte de ese día tocaba a los psiquiatras argumentar sus tesis ante la defensa y la fiscalía. El acalorado debate se prolongó hasta la una de la tarde cuando tocó desfilar a los testigos, en el primer grupo estuvieron Julia Sanz, Laura García, Benigna Carvallo y Emilia Caballero Rincón, sus declaraciones fueron breves. A las cuatro y media de la tarde, luego de un receso de dos horas, 8 testigos más fueron llamados al estrado.
Al caer la noche todo había terminado. Luego de que el fiscal y el defensor presentaron sus conclusiones definitivas, el jurado tras una corta deliberación dictó veredicto de culpabilidad. Don Francisco Fabié procedió entonces a dictar sentencia:
-Condeno a la acusada, doña Aurora Rodríguez Carballeira a purgar la pena de 26 años, ocho meses y un día de reclusión.
Las palabras del juez se elevaron como la espuma de una ola en el rumor emocionado del público para ir a estrellarse entre los integrantes del jurado.
-Con su venia señor Presidente, pero nos parece que la pena es excesiva.
Con el humor del que quiere terminar rápido una mala faena, Don Francisco Fabié prometió tramitar un indulto para rebajarla.
La sala se fue vaciando hasta que solo quedó la figura erguida de Aurora, serena, con el ramo de claveles rojos a la altura del pecho, entonces, Pedro Massa periodista de Crónica se acercó hasta ella para obtener su impresión de lo sucedido.
-¿Qué ha querido usted simbolizar con ese manojo de flores?
-Que el recuerdo de mi hija no se aparta ni se apartara nunca de mí. Cerrados para siempre por mis propias manos aquellos ojos brillantes y puros, ¿en qué cosa mejor puedo clavar los míos que en esta gracia de la tierra que es un clavel?
-¿Qué juicio le merece la sentencia?
-La encuentro lógica, dentro de las normas espirituales al uso. Lo que celebro en ella más es que se me haya reconocido la lucidez, la responsabilidad de mis actos, que no se haya querido inutilizar mi obra con una demencia estúpida que no padezco.
-¿Y ahora?…
-A vivir cuanto me reste de vida entre los nobles muros de una prisión, donde me propongo seguir mi apostolado con más fervor y más entusiasmo que nunca.
Epilogo
Aurora Rodríguez Carballeira estuvo recluida en el antiguo caserón de Quiñones hasta que una madrugada de octubre de 1933 fue trasladada, junto a un centenar de sus compañeras a la nueva cárcel de mujeres de Madrid. Dos años después de su condena su rastro se perdió en las brumas de la guerra civil española. Algunos creían que la mujer se había fugado, otros que había sido excarcelada en medio del caos de la contienda. La realidad fue menos novelesca: Doña Aurora terminó sus días en el manicomio de Ciempozuelos en la soledad a la que le condujeron sus actos.
Referencias:
De Guzmán, Eduardo. Aurora de sangre (Vida y muerte de Hildegart) Editorial G. del Toro Madrid 1973.
Moreiro, Julián. Españoles excesivos Editorial EDAF. Madrid 2008
Arrabal, Fernando. La Virgen Roja Editorial Seix Barral, S.A. Madrid 1987
Martínez Sada, Rosa Cal. A mi no me doblega nadie: Aurora Rodríguez, su vida y su obra. Ediciós do Castro, D.L. Madrid 1991
Fernán Gómez, Fernando. Mi hija Hildegart (Cine) 1977
Prensa consultada:
Crónica, Heraldo de Madrid, La Voz, La Libertad, ABC, Luz y Mundo Gráfico entre junio de 1933 y mayo de 1934
Aurora Rodríguez – Hildegart «Jardín de la Sabiduría»
Francisco Hernández Castanedo – Madrid Tremebundo
-Don José: acabo de matar a mi hija.
Se reconoció completamente derrotada; su agotador ejercicio de largos años para esculpir, a imagen y semejanza de su macrocósmica fabulación autocreacional, la Supermujer, con la maleable materia de Hildegart, había resultado un completo fracaso. Jardín de la Sabiduría acababa de dimitir, de modo categórico y definitivo, como estatua y espejo, como robot y réplica, como experimento y esclava de su creadora.
No; la soberbia matrona no había parido lo que ella soñara: Eva Todopoderosa, Eva Redentora, Eva Salvadora de los Exploradores, Eva Misionera de los Débiles, Eva Azote de Dios, Eva Virgen Impoluta, Eva Paráclito de la Razón, Eva Diosa sin Cielo, Eva Alma, Eva Esencia Pura, Eva Luchadora, Eva Líbertadora del Sexo Débil, Eva Condenación del Hombre… Ella, también Vestal de la libertad, Deidad, y sobre todo, la Supermujer.
Pero toda esa letanía del más exacerbado megalomanismo concebible en ser humano se había desintegrado en la nada. Por la sencilla razón de que Hilde, hasta entonces sujeto pasivo, e incluso gozoso del inigualable experimento, acababa de descubrir, con intenso júbilo inédito, la primavera.
Así, de la noche a la mañana, la joven se había transformado en una mocita hipersensibilizada para el soporte de las, hasta ahora, inéditas sensaciones; por eso empezó a cuidar más que nunca sus largos tirabuzones a cantar, para sí, la aleluya de la libertad y de la independencia de su cerebro. Ansiosa de sol, de espacios sin barreras, de nuevas directrices sin cortapisas de ningún género y, acaso también, corriéndole por las venas el primer fuego del Gran Misterio del Amor, tan nuevo para ella y tan diferente de lo que había escrito sobre el sexo débil y la sexualidad femenina.
Por eso Jardín de la Sabiduría acababa de desertar de la misión que fuera causa de su venida al mundo.
-Don José: acabo de matar a mi hija.
Cualquiera que se detenga a reflexionar sobre la tragedia ocurrida en la calle de Galileo, y recuerde el viejo mito de Pigmalión, establecerá sin duda e inmediatamente una clara relación o identidad entre la estatua obra del escultor griego y la figura de Hildegart.
Desde luego que entre el personaje real y la perfecta creación escultórica existe cierto paralelismo: tanto la muchacha como la efigie marmórea son trabajos hechos con la máxima ambición por sus autores en busca de la suprema belleza y de la más magistral de las armonías.
Pero, también y fundamentalmente, ¡qué mayúscula diferencia entre ambos personajes, sobre todo en sus secuencias finales! La estatua se transformará en Galatea; es decir, cobrará vida, mientras que Hildegart será convertida en estatua de la muerte.
¡Qué desolación se experimenta al meditar sobre la tragedia de la madrileña calle de Galileo! En la frontera del más amargo escepticismo sobre la humanidad, y para distanciarse de aquélla, la pregunta: ¿Cómo pudo ocurrir? ¿Cómo y por qué pudo Aurora asesinar a su hija, con tan espantosa frialdad? ¿Por qué?… Piadoso, e incluso confortador, sería responsabilizar de lo monstruoso a la locura. Será un consuelo, un lenitivo. Y, si acaso, el motor del parricidio hubiera sido la soberbia, considérese, caritativamente, la soberbia demencial.
De cualquier modo, ¡pobre mocita Hildegart!, niña sin infancia, niña sin amigas sin infancia, niña sin besos materno de los primeros años, sin amigas de adolescencia, sacrificada cruentamente porque un día vio el sol como había de ser, la juventud como era y la vida como era y no como la dibujara la que le dio a luz.
Jardín de la Sabiduría había desertado como superhembra a lo nietzschiano, como Genio Femenino de la Especie, en pleno campo de batalla, y como en toda situación bélica, se ejecuta a los desertores…
-Don José: acabo de matar a mi hija.
Cuatro balazos, cuatro; los cuatro disparados a quemarropa con escalofriante y casi inconcebible puntería, mandaron al no ser a la joven madrileña Hildegart Rodríguez Carballeira, hija natural de Aurora, la que accionara cuatro veces el gatillo de su pistola sin la menor vacilación en el pulso y sin que le estallara de espanto el corazón.
-Don José: acabo de matar a mi hija.
Si a don José Botella Asensi, letrado del Ilustre Colegio de Abogados de Madrid, diputado a Cortes por el Partido Izquierda Socialista y futuro ministro de Justicia a muy corto plazo, le había extrañado sobremanera la visita e su amiga Aurora Rodríguez Carballeira en tan temprana hora de esta cálida mañana del día 9 de junio de 1933, al oír, luego, la serena y lacónica confesión, su asombro y estupor alcanzarán cotas de inmensurable altitud.
-Don José: acabo de matar a mi hija.
Exactamente como podría decirse: «Don José, buenos días.»
Y cuando, en seguida reacciona Botella Asensi, lo hace ya convencido de que la impresionante confesión es auténtica, aun con todo su tremendismo.
Después, el diálogo sobre el terna planteado, hábil y discreto en busca de la verdad por parte del hombre de leyes, y evasivo, muy evasivo y aún más confuso por la otra parte; sin embargo, ambas se ponen de acuerdo para telefonear al Juzgado de Guardia, que aquel día lo era el número 13, para hacer constancia de que la parricida Aurora Rodríguez Carballeira se encamina al despacho del representante de la ley para cumplir el acto de confesión.
Pero como ya Julia Sanz, la joven asistenta de las Rodríguez Carballeira, al descubrir, espantada, el cadáver de Hildegart, informara con sus gritos a toda la vecindad sobre la trágica dimensión del espanto, y algún vecino telefonease a la comisaría del distrito, el juez de guardia se ha visto obligado a salir de su despacho, no hallándose, en él cuando allá comparece la parricida acompañada del parlamentario.
Al fin se presenta ante la autoridad judicial Aurora Rodríguez Carballeira, mayor de edad, soltera, nacida en El Ferrol, La Coruña, y domiciliada en Madrid, calle de Galileo, número 57, piso cuarto derecha, para confesarse autora del asesinato cometido en la persona de su hija, de dieciocho años, soltera, estudiante, escritora y publicista, al amanecer de esta mañana del 9 de junio de 1933, mientras la joven dormía.
-¿Motivaciones del parricidio? -inquiere el juez.
La réplica surge de labios de Aurora, serena y densamente matizada de indiferencia:
-Las hubo, y de la gravedad correspondiente a lo que ahora ha ocurrido.
Pero por mucho que se le apremia no enumera Aurora tales motivaciones, y aunque la declaración se extiende, más tarde, por otros derroteros, en ningún instante ni un suspiro, ni una lágrima, ni una chispa de remordimiento se acusan en la compareciente.
Así ha dado comienzo el análisis del suceso, que determinará el más apasionante y polémico de los temas criminalístico-políticos y sexuales en lo que va del siglo XX español; sobre todo, políticos.
La noticia de la tragedia corre por Madrid como la pólvora; como la pólvora, sí, valga la manida imagen por su misma exactitud. Y en los medios políticos de la capital, y más concretamente aun en la izquierda política, la noticia es una impresionante explosión: Hildegart, la muchacha intelectual, escritora y propagandista que a lo largo de cuatro años fuera una de las más firmes esperanzas de líder-femenina que pudo concebir nunca para sí el Partido Socialista, ¡asesinada, y nada menos que por su madre!
Cierto que un año antes, Hildegart, «decepcionada a la vista del descarado aburguesamiento de los políticos socialistas, ya en disfrute de amplias parcelas del Poder y chupando ansiosamente de la ubre de la Administración», se da de baja en el Partido y en la UGT y se adscribe al viejo Partido Federalista de Pi y Margall, en cuyo domicilio social madrileño, sito en la calle de Echegaray, se expondrá el cadáver de su preclara afiliada.
La noticia del parricidio parece increíble. Siempre resulta muy difícil de admitir que una madre pueda asesinar, fríamente o no, a una hija, pero lo es mucho más cuando, como en el caso de las Rodríguez Carballeira, progenítora y progenitada, manifestaban en todo momento y lugar y especialmente en las redacciones de los periódicos de izquierda, la estrecha, entrañable y gozosa unión existente entre ambas, entre el extremo de ser la madre la sombra sempiterna de la que el Angel de su retoño. Por tanto, parece imposible que el ángel de la Guardia de Hilde se haya convertido en su Angel Exterminador.
Y como la citada noticia parece increíble, hay que buscar para resolver el enigma un justificante de los hechos, una motivación lo suficientemente grávida de éstos. Florecen pronto los justificantes, las causas: unos atribuirán lo ocurrido a la locura, y otros, al sexo. Será la prensa «roja» la que difunda y defienda la teoría de la demencia de la criminal y resultarán los periódicos «cavernícolas» y afines quienes incidirán en la hipótesis de la degeneración sexual de los intérpretes de la tragedia y de los celos en una de las componentes de la pareja lésbica.
Con la primera luz del alba de aquella jornada del 9 de junio de 1933 coinciden los cuatro disparos: cuatro impactos mortales, dos en la cabeza, los otros dos en el pecho. Ultimado el parricidio, su autora se viste despacio, hasta acicala su rostro, y después de un telefonazo, despierta a una su amiga y vecina para pedirla que venga inmediatamente a hacerse cargo del gato, los dos perros y la tortuga, huéspedes en el piso cuarto derecha de la calle Galileo, 57, que no en vano es Aurora miembro de la Sociedad Protectora de Animales, si bien mejor hubiera sido que lo fuese de una entidad protectora de las hijas.
Aurora Rodríguez Carballeira, luego de haberse ocupado del futuro de su cuatro bichos, abandona la casa, sale a la calle, detiene un taxi, y sin mostrar en él la menor exteriorización de su aflicción por la muerte de su hija o de su miedo ante las consecuencias del parricidio -Como, a su tiempo, declarará el chófer- se encamina al domicilio del abogado y amigo don José Botella Asensi, para buscar en él su consejo y apoyo
-Don José: acabo de matar a mi hija.
Ya para entonces, Julia Sanz, la chica de las Carballeira, que como todos los días se presentó muy de mañana en su puesto de trabajo, abriendo la puerta con la llave que a tal fin se le entregara, se había encontrado con la muerte en el lecho, tinto en sangre, de Hildegart.
La parricida
Cuando Aurora se convierte en criminal, en «más que Caín» -como dirá algún periódico de la época- es una mujer como de «cuarenta a cuarenta y cinco años», de mediana estatura, vestida siempre con discreta elegancia.
Aurora Rodríguez Carballeira nace en El Ferrol, La Coruña, el año 1890, dentro de una familia de la llamada clase media, que al llegar la nueva criatura cuenta ya con otras dos, varón y hembra. Algún día confesará Aurora públicamente que su padre había sido un hombre culto, inteligente, generoso y bueno, mientras que su madre no había pasado de ser nunca más que una mujer muy fría y egoísta.
También puntualizará la confidente su absoluta desafección a sus hermanos: al varón le motejará de cobarde, pusilánime y malvado, y a Pepina, su hermana, la retratará como una perversa criatura «que no gozaba más que haciendo daño».
Justo es agregar que con las mismas crudas pinceladas con que Aurora pinta a sus hermanos se autorretrata: «Soy un ser tenaz, voluntarioso hasta la tozudez a veces; huraño y rebelde, acaso con un fondo tal vez, de sensibilidad soterrado por timidez- bajo unas densas capas de soberbia y violencia.»
Aurora recibe en su infancia y adolescencia la clásica educación de niña de la clase media, limitada en aquel entonces a lectura, escritura, someras nociones de aritmética -las precisas para que las futuras amas de casa sepan llevar las cuentas del hogar-, su no poco de religión, su no menos de historia sagrada, coser, bordar, tocar un tanto el piano y hacer punto.
Otros datos sobre Aurora los hará públicos ella en determinados momentos. Contará que a los catorce años no tenía la menor idea sobre política, pero que poco más tarde -muerta la madre y los hermanos ya fuera de casa- «entra a saco» en la en la biblioteca paterna y comienza a leer, ávida y apasionadamente, múltiples obras que allí descubriría de marxistas, como Saint Simon, Owen y Furier, entre otros, lecturas que influirán de modo decisivo en la formación intelectual de la adolescente y sus singulares y, de día en día más acusadas quimeras.
Por aquel tiempo, prologal de su adolescencia, la casualidad- o acaso el hado maléfico de su destino- lleva a casa de Aurora un pequeño y bien acogido huésped: un niño, Pepito, sobrino de ella e hijo de su hermana Pepina.
Aurora disfruta, entonces, del mejor juguete: Pepito es un niño vivaz, inteligente, cariñoso, diestro y en seguida se muestra entusiasmado con el piano que, discretamente toca su joven tía.
A poco, cierto día, lo inesperado y sorprendente, el niño al piano, hace maravillas. Acaba de nacer el precoz artista Pepito Arriola que como niño prodigio dará conciertos en muchos lugares de España y del extranjero con éxitos repetidos y extraordinarios.
La mocita Aurora goza con la fama creciente de su sobrino, con sus triunfos clamorosos porque ella se cree- y muy posiblemente con fundamento- como raíz de ellos, como la semilla que hizo granar el fruto; pero también siente Aurora la lejanía de su genio, de la obra de arte creada por ella.
Puede casi asegurarse de modo pleno que en estos instantes asoma el primer encadenante de la creación de Hilergart, Aurora se duele de que la vida, o en este caso concreto los padres de Pepito, le hayan arrebatado su infantil y gran discípulo. Justo en este espacio de tiempo, quemado en reflexiones amargas, llega la muchacha a la conclusión y descubrimiento del gran afán de su vida: la creación la forja de otro genio que nadie puede arrebatarle propiedad exclusiva suya.
Propiedad exclusiva de ella … Un hijo, por ejemplo… !No: una hija! Eso una hija, que los hombres no son otra cosa que sucios machos rijosos.
Una hija: discordante punto de la desconcertadora biografía el personaje. Si en múltiples ocasiones de su vida juzgará de modo implacable a las mujeres, puntualizando «la dificultad de hallar en ellas un solo pensamiento noble, por no discurrir con la cabeza, sino con el sexo», ¿como es posible que el soñar con la concepción de la Gran Figura Redentora, la decidida hembra? Aunque, ciertamente, también resultaba mayúcula su fobia al varón.
Llega el momento de la cuajada adolescencia de Aurora. Ya tiene intensamente arraigadas dos pasiones que muy pronto acabarán fundiéndose: la política y la hija. Síntesis y meta de la doble bolición, la Gran Iluminadora de la política de los Proletarios, La Gran Reformadora de la Humanidad.
Aurora tiene diecisiete años cuando muere su padre, queda sola, pues los hermanos malditos si se preocupan de ella. Camino libre para el comienzo de la maravillosa empresa. Pero la Esperada no puede llegar producto de la partenogénesis, habrá que pensar forzosa, fatalmente, en el colaborador hombre. El ayuntamiento carnal obligado es algo para la joven tan sucio y repugnante, tan atroz y animal que superar esta tremenda barrera estética ha de resultarle una empresa titánica.
El hombre es absolutamente preciso, o mejor dicho el semental. Un semental que habrá de seleccionar tan escrupulosamente como lo hacen los de la remonta con los Garañones, y con arreglo de estas conclusiones a las que ella ha llegado en el estudio de las leyes de la herencia. Así, pues, un macho joven, fuerte, apuesto, sin taras de ninguna clase y de clara inteligencia. ¡Ah!, y sobre todo un individuo que no pueda reclamar legalmente sus derechos de paternidad.
No quiere tener Aurora su hija fruto del matrimonio, por que ella y solo ella será quien ame, cuide, eduque, oriente y magnifique a la futura Eva Triunfante. Buscará al semental para que cumpla con ella su función, y una vez segura de haber sido fecundada lo echará de su lado. Lástima no cumplirse en él la ley de los Zánganos.
En la recortada geografía del Ferrol busca Aurora, sin prisas, al macho fecundante. Mientras, se forma completamente como mujer, y aunque a lo largo de este tiempo se acentúa de modo intenso su desvío y rechazo del hombre mantiene su firme determinación de ayuntarse con el que precisa.
Quien busca, halla. Aurora, en la frontera de los veintitrés años, descubre al individuo idóneo; sí, el desconocido parece resumir todas las condiciones requeridas por Aurora, y otra más, de extraordinario valor en orden a la posesión plena del fruto nacido de la unión de ambos, por parte de la muchacha: el seleccionado es un clérigo, un cura, todo lo rebotado que se quiera con la Iglesia, pero, de todos modos, sujeto imposible de reclamar el menor derecho de progenitura.
Aurora consigue pronto entablar amistad con el hombre y verse, en breve tiempo, media docena de veces con él. Después vendrá el franco planteamiento de la cuestión por parte de la muchacha: jamás ha experimentado el menor apetito sexual, nunca se ha sentido atraída por los hombres, pero necesita de uno de ellos para lograr el más intenso de sus deseos: la concepción de una hija, de una hija suya, exclusivamente suya, sin padre posible capaz de interferirse entre madre y el ser nacido.
Como Aurora es joven, de buena figura, gran lozanía y guapa, nada de particular tiene que el seleccionado acceda gustoso a lo que se le acaba de proponer. Se cumplirán así varios ayuntamientos carnales de la pareja, hasta el momento en que Aurora queda convencida de hallarse fecunda. Entonces despedirá con la mayor indiferencia al zángano, y éste, en su despedida, dirá a la singular amante que él nunca llegó a ordenarse de sacerdote, siendo tan sólo un desertor del seminario, y luego marino vagabundo de todos los mares.
Cura o marino, tanto da para Aurora. En ambas circunstancias, lejanías mayúsculas.
El primer ayuntamiento carnal de la pareja se cumple a finales del invierno de 1913. Según cuenta el buen escritor y excelente periodista Eduardo de Guzman, en su obra Aurora Roja, la protagonista de la tragedia, estando presa en la cárcel de Alcalá de Henares, le dijo a él, que había ido a visitarla: «… quiero hacer constar de una manera rotunda y categórica que Hildegart no llegó a la vida por casualidad ni por el simple deseo animal de sus padres al engendrarla, como nacen casi todos los seres del mundo. No era producto de una ciega pasión sexual, sino un plan perfectamente preparado, ejecutado con precisión matemática y con una finalidad concreta. Nació con un objetivo determinado, con una misión ideal de la que no podía desviarse por ninguna debilidad humana. Yo, que la creé, que la hice, que la formé a lo largo de los años, sé perfectamente dónde debía llegar…»
«Jardín de la Sabiduría»
Aurora Rodríguez Carballeíra, antes de hallarse en meses mayores, abandona El Ferrol para afincarse en Madrid. Encontrará un pisito en la calle del Pilar de Zaragoza, enclavada en el barrio de la Guindalera. Allí vendrá al mundo Hildegart.
Ha nacido Hildegart, o mejor dicho, Carmen Rodríguez Carballeira, que lo de Hildegart es voz inventada por Aurora y ésta puntualizará al ya citado periodista Eduardo de Guzmán la siguiente explicación del vocablo: «Lo formé con la palabra gart, jardín, añadida al término hilde, que significa conocimiento o sabiduría. En conjunto, Jardín de la Sabiduría. Es algo altisonante y pretencioso, desde luego, pero respondía por entero a lo que yo deseaba y esperaba que fuese mi hija.»
Aurora veía continuamente el desarrollo completo de su hija: será en todo momento su puericultora y su maestra, su lazarillo de todo y en todo. Obsesión constante de la madre ésta nunca relevada centinela, y nunca parará mientes en preguntarse si la empresa que ella misma se ha fijado y marcado no será un empeño demencial, cosa que meditar largamente, sobre todo si diera en evocar que allá en su Ferrol natal, buena parte de los familiares y antepasados de Aurora tuvieron fama de raros, disparatados y chocantes, cuando no de locos.
Hildegart comenzará a recorrer sus caminos de infancia llevada siempre de la mano férrea y de la acerada voluntad de su madre. Todo le llegará a la pequeña convenientemente elaborado y dosificado por la pasión maternal. Colegios, profesoras, enseñanzas, serán escrupulosamente analizados y contrastado su eco en la formación de la niña. Ya desde su primera infancia, la que con el tiempo se convertiría en la gran líder revolucionaria, aparece como lo que será toda su vida: un robot programado por su madre a mayor gloria y soberbia de ésta.
Poco meses antes de la tragedia, alguien, discreto conocedor del vivir de Hilde, escribiría sobre ésta: «Es una criatura que no ha vivido; es la revolucionaria que todo lo aprendió en los libros de una sola tendencia. Su madre le robó la infancia y la adolescencia y su madre le robará, asimismo, la juventud.»
Jardín de la Sabiduría manifiesta desde muy niña poseer una clara inteligencia y una felicísima memoria. ¡Campanas a vuelo, redoblando a gloria, para Aurora! No, no se convierte Hilde en una niña prodigio, secundando preteridades del niño Arriola, pero sí es una singular superdotada.
El bachillerato, y ya, el marxismo. La chiquilla, a instancias de su madre, comienza lo que para cualquier niño normal supondría el más insuperable y doloroso de los martirios intelectuales, la lectura de textos políticos. librotes y más librotes marxistas le sirve Aurora a su niña en bandeja, y lo extraordinario del caso es que Hilde devora y asimila tales volúmenes.
El análisis de algo en una sola dirección descalificaría a cualquier investigador. Y mal juez quien sólo oye a una de las partes, fallando en consecuencia. Así la educación de Jardín de la Sabiduría.
Hildegart concluye el bachillerato con excelentes notas, y adelantando un par de cursos; por eso habrá de solicitar dispensa de edad para matricularse en la facultad de Derecho. Al tiempo que va acumulando brillantes notas en su carrera, perfeccionará el dominio del francés y del inglés.
Aurora pisa a fondo el acelerador de la cultura de Hilde. La infancia es breve, como también lo es la adolescencia; no hay, pues, el más mínimo tiempo que perder para la forja de la superhembra, del ser que resultará figura histórica, cuando menos milenario. Y como no hay tiempo que perder, pobre mocita Hildegart te privarán de los juegos de la infancia amigos de la adolescencia y, más tarde del amor. Los robots no juegan, carecen de amistades y no poseen corazón.
Jardín de la Sabiduría, dos semanas después cumplir los quince años, es decir, el 1 de enero 1928, ingresa en la Juventud Socialista Madrileña y en la Unión General de Trabajadores (UGT). La muchachita de los abundosos tirabuzones comienza así su espectacular andadura política, que sólo conseguirá frenar cuatro cartuchos. La sobresaliente inteligencia de la joven le permitirá atender de modo fructuoso estudio del Derecho, el de textos marxistas, como de Jaurés, Lafarge, Engels y otros destacados teóricos del socialismo y los trabajos como conferenciante y periodista.
Espléndida y romántica en verdad la labor que impone y lleva a cabo Jardín de la Sabiduría. A consecuencia de ella monta una ardorosa y vibrante campaña en defensa de los derechos de la mujer, contra la prostitución y en favor de la libertad sexual. Artículos, libros, conferencias, mítines, todos los medios aplicables a la difusión de ideas serán utilizados, de mano maestra, por la propagandista del marxismo. Y al tiempo cultivará amistades con figuras femeninas tan destacadas como Clara Campoamor y Victoria Kent, o con personalidades de la cultura como los doctores Marañón, César Juarros y el jurista Jiménez de Asúa.
Un tema que Hilde cultiva con especial y gozosa frecuencia es el de la sexualidad. En 1932 publicará dos libros, Política sexual y La rebeldía sexual de la juventud, y lo curioso de la escritora es que escribe de oídas, carente en absoluto de la menor práctica amorosa, virgen de toda experiencia de tipo carnal con varón.
Ya en 1930, Jardín de la Sabiduría se destaca como próximo y valiosísimo alevín de líder socialista: su singular talento en la exposición de cualquier tema, su cálida y cautivadora oratoria, su romántica combatividad y, sobre todo, su enorme entusiasmo por el triunfo del proletariado en la eterna lucha de clases la proclaman figura extraordinaria y popular.
En la primavera de 1931, pocos días antes del advenimiento de la República, Hildegart será procesada, pero la caída de la monarquía el 14 de abril dejará zanjado el asunto.
Durante los cuatro años que Hildegar figura adscrita al socialismo, su labor proselitista en favor del Partido que rige Francisco Largo Caballero es realmente fructuosa, pero la creciente popularidad de la joven determinará que algunos de sus propios correligionarios, y correligionarias, se dediquen, por envidia, a frenarla en su estupenda carrera política.
Así, el 13 de septiembre de 1932 Hildegart Rodríguez Carballeira será dada de baja en el Partido, acusada de indisciplina. Determinación que ésta conocerá sin el menor duelo, harta como está de comprobar el «vergonzoso adocenamiento burgués de los líderes marxistas en el Poder». Y, luego, sin demora, la joven ingresará en el Partido Federal, de tan viejos tintes liberales y románticos.
Viento de fronda
Hasta que un día de finales de primavera de 1933 estalla la crisis dentro de las relaciones de las carballeiras. Hildegart reconoce, por vez primera, que encuentra insoportable la sempiterna vigilancia de la madre, las constantes y desorbitantes directrices que tanto en campo de lo político como en el de la vida personal e íntima le ha venido imponiendo, desde el más antiguo pretérito, su progenitora. Y, consecuentemente, se rebela, impetuosa: ¡Ya está bien de tener su madre como inseparable compañera y censora de todo el quehacer y pensar de su hija! ¡Ya está bien de soportar la dictadura, la férrea esclavitud a la que la ha tenido sometida desde siempre esa visionaria, cantora incansable de la libertad, de la rebeldía del respeto a los derechos humanos del individuo, para todo el mundo, menos para la hija propia!
Se rompe así súbitamente así la estrecha unión madre e hija, tan apretada antes, que gentes maliciosas habrá capaces de interpretar esta intimidad como una unión lésbica entre ambas mujeres, circunstancia que jamás pudo constatarse y versión que posiblemente lanzaran a la calle los adversarios políticos del partido donde había militado la joven durante cuatro años; que en política, séase del bando que se sea es posible toda bajeza.
Tenía que ser en primavera el estallido de rebeldía de Hilde. Sí, por un lado, su ansia de libertad, de liberarse de la pesada carga que ya le resulta la madre pero, por otra parte, es que ahí, en la calle, está la primavera. La primavera que en este día de mediados de mayo de 1933 acaba de descubrir jardín de la sabiduría. Sol, risas, rosas, paisajes para el sosiego, soledad maravillosa para el remanso y el análisis de las ideas… ¡Libertad!… Y, muy posiblemente, no el amor hecho realidad, pero sí gozosamente presentido o intuido al menos; lo que ya es suficiente para que la joven, al reflexionar sobre la homofobia de su progenitora, no acierte, ahora, a comprenderla.
Se produce un inicial enfrentamiento entre madre e hija; el segundo, a los pocos días, alcanzará dimensiones de agria disputa y los otros, que ya se repiten frecuentemente, constituirán vivos altercados bajo la sordina de la discreción.
Es entonces cuando Aurora Rodríguez Carballeira compra un revólver. Su hija ha sido amenazada por distintos anónimos, y bueno es prevenirse. Así justificará la adquisición del arma.
En este tiempo es cuando empieza a preocupar seriamente a la creadora de Jardín de la Sabiduría lo que no mucho tiempo atrás le dijera una su amiga y paisana sobre aquel majo curilla falso y falso marino que ambas conocieron allá en el tiempo joven y en la tierra chica. «¿Sabes? Resultó un perfecto granuja. Alojado en casa de un hermano, deshonró a la joven sobrina y escapó luego de allá, llevándose cuanto encontró al paso… Y después, las otras muchas judiadas de que se tuvieron noticias en El Ferrol…»
El semental, un miserable. ¡Buen acierto, bueno, el que ella tuvo para seleccionarlo como progenitor de Hilde! Por eso, naturalmente, la rebeldía de la muchacha. Imperativo de los malos genes del padre.
En los primeros días de junio de 1933, Jardín de la Sabiduría anuncia a su madre que se separará de ella, muy pronto, y para siempre. La decisión de la joven es categórica y terminante: el próximo día 11, ó 12, marchará a pasar una temporada a Londres. Allí tendrá tiempo y el debido estado de ánimo para reflexionar sobre su inmediato y mediato futuro, sin la menor coacción por parte de nadie.
Difícilmente podría ser concebible la hondura del sentimiento de fracaso soportado por la madre si la tragedia no hubiera concluido en parricidio. Todo el mundo maravilloso y fabuloso de la megalomanía de Aurora se le ha venido abajo de pronto, y hecho añicos en el suelo de la burda realidad.
¿Cómo discurre, a continuación, el espíritu de Aurora Rodríguez Carballeira? Como reaccionan siempre los fabuladores: el fallo, la derrota, el fracaso, siempre, siempre son de los demás. Aquí no es Aurora la que ha perdido, al fallar su pedagogía de la ambición, sino su hija, que no ha sabido estar a la altura debida.
Aurora Rodríguez Carballeira ya sabe que de ahora en adelante le será imposible pastorear a su hija. La fuerte mujer, de avanzadísimas ideas políticas, defensora a ultranza de todas las libertades y de los derechos humanos, no sólo no acepta el libre albedrío de su hija, sino que no lo tolerará, en absoluto, aunque tenga que matarla.
Al aire de la tragedia griega
Aunque tenga que matarla. Aurora Rodríguez Caballeira, que ha sido ya fiscal y luego juez de su hija, va a convertirse ahora en verdugo. Va a componer, en esta velada del 8 al 9 de junio de 1933, una escena al aire de la clásica tragedia griega; aunque, aquí sin el obligado coro, ni siquiera el del amor materno.
Aurora declarará, en algún momento, que no quiso matar a Hilde durante la noche porque ésta le había impresionado siempre y en vista de ello monta centinela de escalofrío y espanto ante la alcoba, que ella ha convertido ya en capilla de la hija.
Y con las primeras luces del alba se consuma la tragedia: Aurora Rodríguez Carballeira, de pie ante el lecho en donde Jardín de la Sabiduría duerme, dispara a bocajarro, apuntando bien -como ella misma reconocerá- uno, dos,.tres, cuatro tiros.
-Don José: acabo de matar a mi hija.
Después, ya encarcelada la parricida, florecerán -antes y después del juicio- las más disparatadas fabulaciones de la criminal para justificar su espantoso delito. Dirá, por ejemplo, que mató a Hilde porque ésta se lo había pedido mil veces, y «con infinitas ansias» la última noche de su vida, al reconocerse una fracasada, incapaz de seguir adelante con la noble y maravillosa empresa para la que la concibiera su madre. Súplica la de Hilde que, caso de ser atendida por la madre, convertía a ésta en asesina y parricida y en presidiaria para el resto de su vida.
Otra versión que dará Aurora Rodríguez sobre las motivaciones. del suceso resultará infantilmente estúpida: ella había matado a su hija para impedir que la afinaran al Intelligence Service, puesto que los escritores británicos y amigos de Hilde, Havelock Ellis y H. G. Wells querían captar a la muchacha para el Servicio de Espionaje de los ingleses y por eso el anunciado viaje a Londres de la joven intelectual española.
Otra, otra versión, tan desquiciada casi como la anterior, que ofrece Aurora sobre el móvil del crimen es la de los celos. Sí, el científico escandinavo, novio en secreto de Hildegart, había acabado por enamorarse de la madre de ésta, y que por eso, transida de dolor con su fracaso amoroso, la mocita había rogado a su triunfante rival que la matara.
Cuando, camino de la cárcel, luego de haber declarado Aurora ante el juez, un periodista le abordó un segundo para preguntar por qué había matado a su hija; Aurora replicaría, serena:
-¡Porque era tan hermosa!
No, no era guapa ni garrida Hildegart; era una muchacha de rostro ancho, rostro moreno y grave, espesos tirabuzones y de cuerpo macizo, con más de punto de gordura a pesar de su juventud.
¡Amores de Hildegart!… Nunca conocería nadie el menor dato fidedigno sobre la realidad del científico escandinavo.
Otra manifestación de Aurora Rodríguez Caraballeira habría de ser la de que, luego de asesinar a su hija, pensó en suicidarse. Y en pensamiento, por supuesto, quedó la cosa.
Vista de la causa y sentencia
La visita de la causa, en Las Salesas, se desarrolló del 24 al 26 de mayo de 1934. Defensor de la acusada lo hubiera sido, seguramente, don José Botella Asensi, pero ocupar en aquel tiempo, y desde septiembre del año anterior, la cartera de Justicia, se lo impidió, sustituyéndole don Marino López Lucas.
Aurora Rodríguez Carballeira no se mostró en ningún momento arrepentida de su parricidio. Toda la imponente escena de la justicia se convertía para la acusada en el debido pago de haber cobrado ella justa venganza del estúpido juguete o autómata que había osado rebelarse contra su creadora.
Acusó el fiscal a la Carballeira de parricidio con las agravantes de premeditación y alevosía. Y sobre la locura o no locura de la acusada, los peritos de la defensa apuntaron en aquélla una paranoia con ideas delirantes de reforma social, y los de la acusación -entre ellos el doctor Vallejo Nájera- aseveraron la total responsabilidad de la mujer que se sentaba en el banquillo.
La Carballeira fue condenada a la pena de veintiséis años, ocho meses y un día de reclusión. Escuchó la sentencia con mayúscula indiferencia y serenidad, absolutamente imperturbable.
Sobre la actitud de la acusada, en el juicio, escribiría el ya citado periodista Eduardo de Guzmán:
«No niega los hechos… ni su participación activa, voluntaria y consciente en el asesinato de su hija. Sería inútil. Sin embargo, buscar en sus palabras gestos o actitudes el menor, indicio de arrepentimiento o pesadumbre. Afirma haber tenido poderosas razones para obrar como lo hizo. Incluso… se muestra orgullosa tanto de Provocar el espantado horror de las gentes como de su maestría en «el triple arte de Amar, Luchar y Matar». Sólo protesta con visible indignación cuando alguien pone en duda el perfecto equilibro de sus facultades mentales e intenta presentar el crimen como consecuencia de una locura paranoica.»
Aurora Rodríguez Carballeira permaneció en la cárcel de mujeres hasta el comienzo de la guerra civil de 1936; abiertas, entonces, las puertas de las cárceles existentes en la zona republicana, Aurora salió a la calle, y en la calle puede seguir andando, que gentes hay que llegan, y hasta pasan de nonagenarias. Lo cierto es que nunca volvió a saberse de la parricida; ni falta que hizo.