Amy Archer-Gilligan

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Amy Archer-Gilligan
  • Clasificación: Asesina en serie
  • Características: Envenenadora
  • Número de víctimas: 5 +
  • Fecha del crimen: 1901 - 1914
  • Fecha de nacimiento: 1869
  • Perfil de la víctima: Personas mayores
  • Método del crimen: Veneno
  • Lugar: Hartford, Estados Unidos (Connecticut)
  • Estado: Murió en 1928 en una Institución Mental
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Amy Archer-Gilligan

Wikipedia

«Sister» Amy Duggan Archer-Gilligan (1868-1962)1 fue una propietaria de un hogar de ancianos en Windsor, Connecticut y asesina serial que sistemáticamente asesinó al menos a cinco personas por envenenamiento; una de esas personas fue su segundo esposo, Michael Gilligan, y el resto eran residentes de su hogar de ancianos. Es posible que estuviera involucrada en más muertes; las autoridades encontraron 48 muertes totales en sus casas de ancianos.

Asesinatos y captura

Entre 1907 y 1917, fallecieron 60 personas en el hogar Archer. Los familiares de los fallecidos sospecharon, por el alto numero de muertes. Sólo 12 habían muerto entre 1907 y 1910 y 48 habían muerto entre 1911 y 1916.

Entre ellos estaba Franklin R. Andrews, un hombre aparentemente sano. En la mañana del 29 de mayo de 1914, Andrews estaba haciendo jardinería en el hogar Archer. Su salud de repente colapsó en un día, falleciendo esa misma tarde. La causa oficial de la muerte fue úlcera gástrica. Su hermana Nellie Pierce heredó sus papeles personales. Pronto se dio cuenta en ocasiones donde Archer-Gilligan presionaba a Andrew por dinero. Los clientes de Archer-Gilligan mostraban un patrón, pues fallecían poco después de darle a su cuidadora grandes sumas de dinero.

Mientras las muertes continuaban, Pierce informó de sus sospechas a la fiscalía local, que en su mayoría no le hizo caso. Pierce luego llevó su historia a Hartford Courant, un periódico. El 9 de mayo de 1916, fue publicado. Unos meses después, la policía comenzó seriamente a investigar el caso.

La investigación duró casi un año en completarse, pero los resultados eran interesantes. Los cuerpos de Gilligan, Andrew y otros tres residentes habían sido exhumados. Los cinco habían muerto por envenenamiento, por el arsénico o estricnina. Los comerciantes locales fueron capaces de dar testimonio de que Archer-Gilligan había estado comprando grandes cantidades de arsénico, supuestamente para «matar ratas.»

Juicios

Archer-Gilligan fue arrestada y juzgada por asesinato, inicialmente por cinco cargos, en última instancia, su abogado logró que los cargos se redujeran a un solo cargo. El 18 de junio de 1917, un jurado la encontró culpable, y fue sentenciada a muerte. Se le dio un nuevo juicio en 1919. Se declaró locura, mientras que Mary Archer testificó que su madre era adicta a la morfina. Archer-Gilligan fue declarada culpable de asesinato en segundo grado y fue sentenciada a cadena perpetua.

Muerte

En 1924, Archer-Gilligan fue declarada mentalmente incapacitada y fue trasladada al Hospital Connecticut para enfermos mentales en Middletown, donde permaneció hasta su muerte, el 23 de abril de 1962.


Amy Archer-Gilligan

Última actualización: 17 de marzo de 2015

La Hermana Amy Archer dirigía un refugio para personas ancianas en una calle tranquila, sombreada por los árboles, de una ciudad pequeña de Connecticut.

Por un estipendio convenido se obligaba a cuidarlos toda la vida, proporcionándoles magníficas comodidades y servicios. Hasta que un periodista curioso y entrometido decidió interesarse por la rapidez con que se marchaban, dentro de un ataúd, varios de los pensionistas de la Hermana Amy, no se levantó la tapa del misterio.

En el mes de abril de 1907, la calle Prospect de la población de Windsor, en Connecticut, era una avenida tranquila y pacífica, bordeada de árboles, cuyas casas victorianas proporcionaban albergue a unos caballeros muy atentos a la cosa pública y que llevaban cuello de pajarita, y a unas damas bulliciosas, los cuales, habiendo logrado llegar a la cima de esa pequeña lucha que es la vida, vivían en santa y justa complacencia.

En la calle Prospect la moral recibía una recompensa, el vino de bayas de saúco era el licor más fuerte que entraba por las puertas, y el ruido más intenso que hería los oídos sensitivos era el martilleo de los cascos de los caballos sobre los guijarros.

No hay que extrañar, pues, que la tranquila marcha de las cosas en una manzana particular de la calle Prospect quedase alterada rudamente cuando una damita de treinta y tres años, con un cabello muy negro, llamada Amy Archer, adquirió una monstruosidad arquitectónica de tres pisos, cuyo propietario se había acomodado permanentemente en los terrenos del cementerio, con el propósito declarado de abrir un hogar para ancianos.

Antes de llegar a Windsor, donde en años venideros había de aportar una contribución histórica a la galería de asesinatos premeditados, mistress Archer había sido enfermera en el Hospital Bellevue, de Nueva York. El rótulo dorado sobre fondo negro clavado en la puerta de la calle decía:

HOGAR ARCHER

PARA PERSONAS ANCIANAS E INVALIDOS CRONICOS

Al otro lado de la calle y enfrente mismo del Hogar Archer vivían dos viejas damas -dos chismosas atildadas y un tanto invertidas que se llamaban Bliss-, las cuales, sentadas detrás de las cortinas irlandesas de encaje en un saloncito de felpa verde, atisbaban el ir y venir de la gente por la calle con unos gemelos.

Por la mañana, luego que cuatro conductores hubieron depositado en el Hogar Archer para Personas Ancianas e Inválidos Crónicos muebles de segunda mano en cantidad suficiente para equipar un hotel de diez dormitorios, mistress Archer, acompañada de su marido, James, cruzó la calle y apretó el pulsador de porcelana del timbre de la puerta del domicilio de las Bliss.

-Hemos creído que estaría bien que nos presentásemos -dijo mistress Archer con una sonrisa luminosa, mientras las hermanas Bliss invitaban a los visitantes a pasar al saloncito.

Mistress Archer, que sólo pesaba noventa libras, tenía una carita delgada, más bien bonita, con unos ojos que reflejaban una mente muy activa, e iba embutida en un uniforme de enfermera.

Amy Archer era locuaz, pero Big James (James «el Fornido»), como algunas personas empezaron pronto a llamar a su marido, era un hombre silencioso que se limitó a permanecer sentado en aquel sillón de pelo de camello, haciendo rodar los pulgares con la vista clavada al suelo, mientras su esposa charlaba por los codos. Archer, una, considerable mole de hombre, vestía un trajo de color castaño claro, llevaba zapatos negros impermeables, y tenía una cara gordinflona y blanquecina, un hermoso bigote castaño que actuaba como anfitrión perfecto para la espuma de cerveza y unos ojillos que a ciertos observadores les recordaban un par de pedazos de mármol rojizo.

Mistress Archer informó a las hermanas Bliss de que acomodaría a diez personas, entre hombres y mujeres, en su institución. Mediante un estipendio fijo, sus huéspedes contarían con un contrato para, toda la vida, incluyendo, como estupenda propina final, un entierro de lujo y una tumba escogida en el cementerio de la localidad.

-Será una especie de seguro de vida -atrevióse a intervenir Big Jim, hablando por primera vez, aunque sin levantar la vista del suelo-. Si hay unos cuantos que vivan muchísimo tiempo, nos enviarán a la Casa de Misericordia.

-No se trata del dinero -repuso entonces mistress Archer, con una vocecilla cantarina, inclinando ligeramente la cabeza y dejando asomar en los ojos un destello de santa indagación-. Lo que importa es el privilegio de servir al Señor.

Una de las dos ancianas señoras le preguntó a mistress Archer si ella y su esposo aceptarían un vaso de vino de bayas de saúco.

-¡No, Bondad divina! -respondió mistress Archer-. Jamás permitimos que toque nuestros labios ni una gota de alcohol.

Las hermanas dirían después que pudieron creer sin ningún trabajo a mistress Archer, pero que Big Jim, levantando la vista por primera vez, parecía lamentar que no se le ofreciese la oportunidad de expresar su opinión personal.

*****

El Hogar Árcher para Personas Ancianas e Inválidos Crónicos quedó montado y en marcha al poco tiempo. Poblado por cinco ancianos, cuatro ancianas y un individuo más joven al que se veía tan delgado, blanco y tembloroso que se adivinaba fácilmente que se encontraba al borde de la Eternidad, el Hogar era un sitio alegre. Hermana Amy, como prefería mistress Archer que la llamasen, parecía una forma vaga y fugitiva cuando, embutida dentro de su blanco uniforme, correteaba por los sombríos pasillos, llevando alimentos y medicinas a los que se habían confiado a sus cuidados. Mujer ansiosa de trabajo y que no quería saber nada de sirvientas, Hermana Amy cuidaba a los enfermos y cocinaba, mientras que Big Jim hacía las camas, vaciaba los orinales y se encargaba de que no se acumulase demasiada suciedad.

Cuando hacía un tiempo favorable, Hermana Amy conducía el rebañito de sus protegidos a un ancho pórtico que corría por todo lo largo de la fachada principal de la casa y la mitad de una fachada lateral, los acomodaba en unas mecedoras y les dejaba jugando a las damas y a los naipes. Por las noches, Hermana Amy tocaba un órgano plañidero en el saloncito de felpa encarnada y los huéspedes que tenían menos sueño la acompañaban cantando himnos antiguos.

*****

El Hogar Archer llevaba sólo tres semanas funcionando, cuando una noche de luna llena, mientras la calle estaba silenciosa y una lechuza lanzaba su lamento en la distancia, a las hermanas Bliss las despertó el redoblar de los cascos de unos caballos sobre los guijarros que empedraban la calle. Al saltar de la cama vieron un coche fúnebre, negro y brillante, arrastrado por un tiro de caballos negros como el carbón, parándose delante del Hogar Archer. Dos figuras saltaron del coche, entraron en el Hogar con un ataúd, salieron otra vez transportándolo, y dando la sensación de que pesaba más que al entrar, lo colocaron en el coche, y se marcharon de nuevo.

A la mañana siguiente, aproximadamente, a la hora del desayuno, las viejas solteronas, sentadas detrás de las cortinas de encaje, con la ventana abierta, oyeron el órgano de Hermana Amy. La enfermera dirigía a sus huéspedes en una interpretación de Más cerca de Ti, Dios mío.

A eso del mediodía, Big Jim se encontraba delante de la casa. Una de las hermanas salió a la puerta, le llamó y le preguntó si podían ayudarles en algo facilitando la buena marcha del Hogar.

-No, muchas gracias -respondió Big Jim.

-¿Cuál era el que ha salido durante la noche?

-El joven.

-¿De qué ha muerto?

-De complicaciones.

*****

Si bien los vecinos de Hermana Amy no sabían prácticamente nada de lo que sucedía en el interior del Hogar, los habituales de Paddy, un hermoso saloon irlandés situado un par de calles más allá, pronto entrevieron una parte del cuadro. El saloon de Paddy no era un establecimiento para gente peleona, sino el dominio de los respetables ciudadanos de la vecindad que se reunían allí por las noches a fumar una pipa, a beber un vaso y a conversar tranquilamente en mutua compañía. Big Jim adquirió el hábito de escapar furtivamente hasta el saloon de Paddy, engullir unos whiskies mitigados por unas cervezas, contemplar con aire solemne su propia imagen reflejada en el espejo de detrás del mostrador, ponerse unos dientes de ajo en la boca y marcharse a hurtadillas. Una noche, otro incondicional del establecimiento, que había trabado alguna amistad con Jim, le hizo entrar en conversación con el siguiente comentario:

-Usted no parece un hombre feliz, míster Archer.

Big Jim se volvió hacia él, le guiñó el ojo y se secó la espuma del bigote.

-Y, ciertamente, no lo soy -contestó con su acento del Condado de Mayo, tan denso como el humo que saturaba el aire. -Usted me da la impresión de ser un alma comprensiva y a mí me gustaría, si me lo permite, contarle mis pesares.

Los pesares de Archer nacían de Hermana Amy.

-No consigo satisfacerla por la noche -dijo-. Un poco va muy bien, pero mi mujer dejaría exhausto a cualquiera.

-Me han dicho que su mujer es enemiga de toda clase de bebida -observó el incondicional del bar-. Si esto es verdad, ¿cómo se lo arregla para engañaría? No dudo de que con los dientes de ajo que usted mastica no hay bastante.

-En realidad, hace la vista gorda para todo lo que se ofrezca, con tal de que la complazca bien por las noches. Pero, se lo digo, amigo mío, no sé hasta cuándo seré capaz de resistir esta marcha.

*****

Una noche de junio, dos meses después de haber montado Hermana Amy su establecimiento, las ancianas doncellas del otro lado de la calle despertaron desveladas por las pisadas de los cascos de los caballos. El coche fúnebre hacía otra visita al Hogar Archer. A la mañana siguiente, una de las hermanas Bliss supo de labios de Big Jim que un octogenario había mordido el polvo.

-El pobre hombre se agotaba como un reloj, y, simplemente, se ha parado -le gritó desde la otra acera.

Todo siguió marchando sin acontecimientos desagradables por espacio de un par de semanas. Los ancianos jugaban a las damas y a los naipes, y charlaban en el porche durante el día, y cantaban himnos en el salón por la noche. Los vecinos amigos de la música, que distinguían al momento lo que era cantar bien o mal, no hallaban ninguna palabra de elogio para los sones que se derramaban de las abiertas ventanas del establecimiento de Amy.

Los protegidos de mistress Archer demostraban mucha afición al género epistolar y sus misivas a los amigos que tenían en el exterior -todas cuidadosamente repasadas por Hermana Amy antes de echarlas al correo- hacían hincapié especial en la excelente comida, las deliciosas comodidades y los amorosos cuidados que caracterizaban al Hogar. Como resultado lógico, al año de existencia aquella institución gozaba de una excelente fama que se extendía por todo el litoral atlántico y podría afirmarse que los ancianos casi derrumbaban literalmente las puertas llamando para entrar. Cuando un residente perdía contra su voluntad el derecho a la prebenda -y los ancianos y ancianas subían al coche fúnebre nocturno acomodaditos en cajas de madera a un promedio de uno cada mes, casi con la regularidad de un reloj-, Hermana Amy dejaba el Hogar encomendado a Big Jim, llenaba un saco de viaje y se marchaba a lugares lejanos a visitar a los solicitantes. Por término medio se entrevistaba con una docena, informándose luego de todos sus pormenores antes de escoger al afortunado.

Aunque el porcentaje de defunciones de la población del Hogar Archer era unas cuatro veces superior al promedio que reflejan las tablas de las grandes Compañías de seguros de la vecina Hartford, nadie arqueaba las cejas con recelo. Simplemente, no hubiese sido cosa natural que hubieran sospechado de Hermana Amy.

Cuando una de las hermanas Bliss cayó enferma de un resfriado pésimo, que amenazaba convertirse en neumonía, Hermana Amy estuvo a punto de caer rendida cruzando la calle a todas horas para cuidar a la paciente. Cuando llamaba un mendigo a la puerta trasera del Hogar, no recibía una moneda tan sólo, sino que le invitaban a entrar y a probar una comida caliente. Por Navidad, Hermana Amy compró una hermosa bufanda escocesa para el guardia de servicio en el sector, hombre inofensivo, cuyo revólver de reglamento hacía tiempo que se había oxidado en el bolsillo de los pantalones.

*****

A veces, cuando uno de sus pensionistas estaba a las puertas de la muerte, Hermana Amy llamaba a uno de los tres médicos que habían acaparado la clientela del sector. Aquellos seguidores de Hipócrates, que llevaban cuello de pajarita y olían a píldoras, no eran únicamente gente nada recelosa, sino que, además, estaban muy lejos de poder considerarse unos magos en el campo de los diagnósticos. De modo que cuando Hermana Amy atribuía una determinada enfermedad a un enfermo sentenciado, el matasanos, respetando el criterio de una enfermera con mucha experiencia, aceptaba el diagnóstico sin discusión y firmaba el certificado.

*****

Un día de febrero de 1912, después de haber transcurrido casi cinco años y haberse sucedido más de cincuenta defunciones desde que Hermana Amy se estableció en Windsor, apareció en la puerta trasera del Hogar Archer un hombre que necesitaba un socorro en alimentos.

Big Jim estaba despidiendo al mendigo como a un truhán indeseable cuando el azar quiso que Hermana Amy pasase por allí y apoyase una mano blanca y delicada en el brazo de Jim, Examinando al forastero con una rápida mirada, la enfermera había advertido que se trataba de un hombre de aspecto notable que no había cumplido los cuarenta años. Resultó que el visitante se llamaba Michael Gilligan. Tenía el cabello rojo, la nariz gruesa y llevaba una chaqueta a cuadros y unos pantalones bombachos que le hacían parecer una banana desmochada en una función burlesca. Tenía unos ojos bribones, la sonrisa pronta y una voz cautivadora.

-Entre -le dijo Hermana Amy a Gilligan-. Entre en seguida y le prepararé algo que comer.

Gilligan le guiñó el ojo a Archer y entró en el edificio.

Después de una suculenta comida, Gilligan dijo que le gustaría darse una vuelta por el establecimiento.

-Manejo bien las herramientas -le dijo a Hermana Amy, después de haberío observado todo-. Si me diesen alojamiento y comida les arreglaría la casa.

Hermana Amy examinó de nuevo con la mirada al forastero y le contrató.

Poco después, el Hogar Archer retumbaba con los martillazos y el chirrido de la sierra, mientras Gilligan, inclinado sobre su tarea como un buen amante del trabajo, levantaba suelos y derrumbaba tabiques. Aficionado a un tiempo a la bebida y a mascar tabaco, Gilligan iba siempre con un pedazo de este último en la boca y tenía un aliento capaz de marchitar un geranio. Big Jim no lograba comprenderlo. Durante todos los años que llevaba casado con Hennana Amy, se había visto obligado a beber a escondidas, y he ahí que ahora se presentaba un pelirrojo desconocido con unos pantalones bombachos y hacía lo que se le antojaba.

Con el amor propio herido y los celos excitados, Big Jim decidió que Gilligan tenía que marchar de allí. De modo que una tarde, cuando Hermana Amy estaba de compras, interrumpió a Gilligan, que estaba haciendo unas reparaciones en la puerta de la calle.

-Ya no tenemos necesidad de su presencia -le informó.

-¿Quién lo ha dicho? -inquirió Gilligan.

-Yo. -Big Jim señaló con el índice el rótulo, negro y oro, a un par de pies de distancia de donde tenía lugar el diálogo-. El rótulo dice que este es el Hogar Archer, y no olvide que Archer soy yo.

Gilligan estudió brevemente el rótulo, cambió de sitio el pedazo de tabaco que tenía en la boca, cerró los labios y los abrió para soltar un chorro de jugo de, tabaco que salpicó el rótulo.

-Eso es lo que pienso de su maldito letrero -dijo.

*****

Una hermosa mañana de abril, cuando hacía un par de meses que Gilligan rondaba por el Hogar y la savia se encontraba en plena ascensión, Hermana Amy se presentó en casa de las solteronas Bliss, muy cambiada, sin manifestar su animación habitual.

-¿Qué demonios le pasa, Hermana Amy? -preguntó una de las dos solteronas.

-Se trata de mi marido.

-¿De Big Jim? ¿Y qué le ocurre de anormal a Big Jim?

-No le queda mucho tiempo de estancia en este mundo.

-¡Ah, qué pena! ¿Qué será lo que aqueja al buen hombre?

-Está deshecho por la bebida. -Hermana Amy había permanecido con la vista fija en el suelo. Ahora levantó los ojos para ver qué cara ponían las dos hermanas-. Ha bebido siempre en secreto.

-¿Quiere decir que usted no sabía que bebiese?

-Jamás lo supe. ¿Por qué? ¿Lo sabía usted?

-Ah, sí. Hermana Amy. Lo hemos sabido desde el principio.

-En fin, poco importa. Está acabado, pobre hombre. Tiene unas hemorragias de estómago terribles.

-¿Muy a menudo?

-Prácticamente todas las noches.

-¿No ha llamado a un médico?

-Sería inútil -respondió Hermana Amy, suspirando y mordiéndose el labio inferior-. Soy enfermera y sé cuándo una persona se encuentra en situación desesperada. -Hermana Amy se puso en pie, apretó las manos contra los costados y levantó la mirada por encima de las cabezas de las dos hermanas con una actitud muy digna-. ¡Ah! -exclamó-. Ojalá mi querido Jim me lo hubiese comunicado a tiempo.

Por espacio de un mes, después de haber partido de noche Big Jim hacia el desconocido destino del cual ningún viajero regresa, Hennana Amy estuvo inconsolable. Deambulaba por el Hogar preguntando a gritos al Señor por qué se había llevado a Big Jim, y casi no pasaba hora sin que se sentase al lloroso órgano a tocar una y otra vez Más cerca de Ti, Dios mío.

Pero toda nube tiene sus ribetes de plata. Hermana Amy salió de repente de su tristeza y una soleada mañana cruzó la callo a toda prisa.

-¡Ah! -exclamó, abrazando a una de las hermanas Bliss-, ¡Felicíteme! Soy la mujer más dichosa del mundo.

-¿Qué diantres ha pasado, Hermana Amy?

-Míster Gilligan me ha pedido que sea su esposa.

-¡No!

-¡Sí!

El Hermano Gilligan, como Hermana Amy había empezado a llamar al novio, tenía muchísima más perspicacia de la que Big Jim Archer había tenido nunca. Continuó bebiendo descaradamente, llevando siempre una botella en el bolsillo y empinando el codo siempre que le venía en gana. Algunos pensionistas, conociendo la decidida oposición de Hermana Amy a las bebidas fuertes, se preguntaban cómo era que tolerase semejante abuso.

-Lo necesita para la salud -explicaba un día Hermana Amy a un par de ancianos que jugaban a los naipes-. En su caso es como una medicina.

Pero los clientes del bar de Paddy sabían la verdadera explicación. El Hermano Gilligan había olfateado pronto el refugio y ahora tenía ya allí una buena tertulia de confidentes. Siendo un tipo jactancioso, había divulgado entre sus camaradas que después de varios años de rodar por el mundo como un pordiosero, al final había caído en una cama blanda.

-¿Y saben por qué la mujercita permite que beba, a pesar de lo enemiga que es del licor? -les dijo una noche.

-No. ¿Por qué?

-¡Porque en verdad que da mucho trabajo! -Gilligan se golpeó el pecho con el puño-. Pero Michael Gilligan es el hombre indicado para esa tarea.

*****

Pasaban los meses, pasaron los años. Apenas transcurría un mes sin que el coche fúnebre se parase delante del Hogar Archer-Gilligan, como se llamaba ahora el establecimiento. Allá por la primavera de 1913, seis años después de haber aparecido por primera vez Hermana Amy en aquellos horizontes, más de setenta huéspedes que firmaron contrato por toda la vida habían mordido el polvo y habían marchado de noche dentro de una caja de madera. Sin embargo, todavía nadie se paraba a pensar dos veces en aquellas defunciones. Parecía muy natural que el organismo de los ancianos, siguiendo el curso normal de los acontecimientos, se le descosieran las costuras y pereciese. Medio siglo atrás, el promedio de vida era considerablemente inferior a lo que es hoy, y la mayoría de los huéspedes de Hermana Amy, cuando entraban en el establecimiento, ya vivían de prestado.

Una noche, el Hermano Gilligan se presentó en el saloon terriblemente abatido. Una gran tragedia había descendido sobre él. Los años de abuso excesivo del alcohol, por no mencionar e desmesurado aprovechamiento de las libertades maritales con Hermana Amy, se habían cobrado su impuesto. Michael Gilligan, el pelirrojo de los pantalones bombachos, se había visto afectado de impotencia con una rapidez devastadora.

-Oye, chico -le dijo un incondicional del establecimiento, compañero suyo-, deberías ir a ver a uno de esos doctores que remedian las cosas de este género.

Gilligan volvió la cabeza para fijar en el habitual del saloon unos ojos tristes como los de un venado.

-Este es el caso, precisamente -respondió-. He ido ya, y el doctor no puede hacer nada por mí.

*****

Entonces quiso la fortuna que un buen día entrase en el Hogar Archer-Gillígan un caballero atildadamente vestido llamado Andrews, que tenía cincuenta y un años, pero estaba tan bien conservado que parecía un cuarentón vigoroso: terso el cutis, ojos azules centelleantes, paso elástico… Andrews usaba perfumes intensos, andaba por ahí leyendo, poseía y tenía una vaga especie de pasado y un presente incierto. En la casa nadie conseguía definirle por completo.

Dado que la llegada de Andrews coincidió con la dolencia de Gilligan, no era sino muy natural que Hermana Amy empezase a prestar alguna atención al recién venido. A diferencia de los otros huéspedes, Andrews tenía la mayoría de sus piezas dentarias y en realidad podía comerlo todo. De modo que Hermana Amy empezó a prepararle platos especiales para él. A las pocas semanas de su llegada, todos y cada uno de los alojados en el establecimiento miraban a Andrews como a un sujeto privilegiado.

Una noche, menos de un mes después de haber revelado su aflicción a un compañero de tertulia del saloon de Paddy, la categoría del Hermano Gilligan en dicho establecimiento sufrió un gran cambio: de ser un cliente habitual había pasado a ser un recuerdo.

-¡Lástima, pobre Gilligan! -le decía el camarero a un parroquiano.

-¿Verdad que sí? Jamás existió otro hombre mejor.

-¿Estuviste en el entierro?

-No. La ceremonia se celebró en privado. Deseo de su esposa.

-Ciertamente, le echaremos de menos. -Sin duda. Dicen que se fue a dormir y ya no despertó. Cosa del corazón.

El camarero recorrió el establecimiento con una mirada circular.

-¿Qué quieren tomar, señores? En memoria del Hermano Gilligan, esta ronda la paga la casa.

*****

El que ingresó luego en el Hogar Archer-Gilligan fue un caballero anciano de ojos guiñadores y cutis de franela, llamado Runyon, quien, con estas o las otras artes, había consegtlido engañar a Hermana Amy al sufrir el examen de admisión, pues se declaró abstemio. Runyon, un viudo de Nueva Jersey, sin hijos, era una vieja cuba. Solía marcharse a hurtadillas hasta lo de Paddy, allí cargaba de lo lindo y a eso de la media noche regresaba al Hogar, sentándose en el porche con los pies sobre la baranda, y con voz de barítono, fuerte y beligerante, se ponía a cantar antiguas canciones irlandesas, despertando a toda la vecindad.

Ahora era Runyon el que informaba a los, compañeros de saloon de lo que ocurría en el Hogar. Hermana Amy, después de la despedida del Hermano Gilligan, empezaba a ponerle ojos tiernos al atildado y misterioso Andrews. Una noche, muy temprano, Runyon corrió al saloon estallando con la noticia.

-¡Vaya con ese Andrews! -exclamó para empezar-. Ha ocurrido la cosa más chocante.

-¿Qué? -preguntó el camarero.

-Es un tipo raro,

-¿Qué quiere decir eso de raro?

-Es de la serie B.

-¿Quiere decir que es invertido?

-Ni más ni menos.

-¿Cómo lo sabe?

Parece que la noche anterior, bastante tarde, Runyon recorría un pasillo del segundo piso, dirigiéndose al cuarto de baño, y cuando cruzaba por delante del cuarto de Andrews, oyó el rumor de una conversación en voz baja. Parándose a escuchar con calma, identificó las voces de Hermana Amy y Andrews.

-Usted es un hombre muy guapo -le decía Hermana Amy a Andrews.

-Oh, por favor, Hermana Ainy -respondía el caballero-. No me toque de este modo.

-¡Oh! ¿Qué le pasa? ¿No me considera atractiva?

-No es esto, Hermana Amy. No es esto en modo alguno.

-Si no es esto, ¿qué es?

-Pues, para decirle la verdad, a mí nunca me han preocupado las mujeres.

-¿No? ¿Por qué?

-No sé. Simplemente, no me han interesado.

-Pero, ¿por qué? Dígame, por favor, ¿por qué?

-Prefiero los hombres.

-¿Quiere decir…, quiere decir que usted no es natural?

-Si le gusta expresarle de este modo, sí.

-¡Vaya! -exclamó Hermana Amy-. ¡Por lo visto, he cometido un error espantoso!

Runyon, al narrar el episodio, le dijo al camarero que después de eso se había alejado precipitadamente por el pasillo. El pobre Runyon no duró mucho, luego de haber propalado el chisme acerca de lo que ocurrió con Andrews. La vacante ocasionada por su partida se llenó pronto, y con la misma prontitud las hermanas Bliss vieron entrar en el Hogar, una tarde que soplaba el vendaval, a un matrimonio bastante maduro. Los dos ancianos estuvieron dentro del edificio más de una hora, y cuando volvieron a salir se pararon en la acera, apoyándose el uno en el otro y mirando a su alrededor. Luego cruzaron la calle y pulsaron el timbre de la puerta del hogar de las solteronas.

Los visitantes -míster y mistress Gowdy, de otra parte de Connecticut- explicaron a las hermanas Bliss que habían oído hablar tanto del Hogar Archer-Gilligan que se habían fijado la obligación de ir a visitarlo personalmente y solicitar que les admitiesen en él.

-Gozamos de buena posicion -declaró el marido-, pero no tenemos ningún pariente y nos gustaría encontrar un sitio agradable donde pasar el resto de nuestros días.

-Habrán encontrado el Hogar lleno hasta los topes -objetó una de las hermanas Bliss.

-Sí -contestó míster Gowdy-. Sin embargo, pronto habrá una vacante.

-¿Cuál?

-La del caballero joven. El que lee poesías.

-¿Míster Andrews?

-Sí, creo que es este su nombre.

-¿Qué dolencia sufre?

Gowdy se dio unas palmadas sobre el corazón.

-¡Pero si míster Andrews es el mismo retrato de la salud! -exclamaron las dos hermanas a coro.

-Esto les enseñará que las apariencias engañan -dijo Gowdy.

Cuando míster Andrews, lindamente metido en su caja, partió sobre el coche fúnebre unas noches después, las hermanas Bliss empezaron, al cabo de todos aquellos años, a sentir una vaga desazón. Atando unos cabos con otros, las pasmaba el hecha de que los residentes jóvenes del Hogar Archer-Gilligan parecían derrumbarse luego de haber vivido allí tan poco tiempo como los viejos.

-No parece nada divertido, ¿verdad, hermana? -dijo una de las dos, mordiéndose las uñas de una mano mientras con la otra abría las cortinas de encaje para mirar hacia el Hogar.

*****

Los Gowdy -el matrimonio que estaba en buena posición- se trasladaron al cuarto de Andrews, pero no pudieron disfrutarlo mucho tiempo. Menos de tres semanas después de haberlo ocupado lo desocuparon de nuevo. Ambos la misma noche, con tres horas de intervalo.

-¡Caramba! -dijo una de las solteronas a Hermana Amy cuando ésta fue a tomar el té al día siguiente al de la partida de los Gowdy-. Sus pensionistas se mueren a un ritmo acelerado, ¿no es cierto?

Hermana Amy bebió unos sorbitos antes de contestar:

-Es la voluntad de Dios. El Señor obra sus maravillas de un modo misterioso.

*****

Un día de la primavera de 1914, siete años después de haber aparecido por primera vez Hermana Amy en el horizonte, un reportero del Courant, de Hartford -un verdadero tipo de periodista de primera página que se llamaba Mike Toughy: pipa, cinismo, sombrero abollado y todo el resto-, estaba hojeando unas estadísticas del Condado de Hartford con la esperanza de reunir algunos datos que le proporcionaran tema para un buen artículo dominguero. Cuando Mike Toughy descubrió que los moradores del Hogar Archer-Gilligan se habían renovado por completo cada doce meses por obra de la muerte, sintió que se le aceleraba el pulso. Y se preguntó si los jugosos contratos vitalicios que Hermana Amy ofrecía a sus huéspedes quedaban anulados bruscamente, sin que tina de las partes contratantes tuviera noticia previa de ello.

Comprobando el promedio de mortalidad del Asilo de Ancianos de Hartford, Toughy averiguó que, en conjunto, el porcentaje de defunciones era únicamente la sexta parte del que había en el establecimiento de Hermana Arny. A continuación se fue a la oficina de un actuario de una de las grandes Compañías de seguros de Hartford. El actuario, un hombrecito exento de toda jovialidad, que llevaba unos lentes sin aros y tenía el cabello rubio y muy escaso, empezó a trazar unos números sobre un cuaderno. Al terminar, exhaló un suspiro, se recostó en el sillón giratorio, se cogió las manos por detrás de la cabeza y estudió a Toughy con la mirada. Luego, aportando su grano de arena al estilo literario que se complace en aminorar la magnitud de las cosas, declaró:

-Creo que puede usted admitir sin temor que algún elemento anormal precipita el final de la vida de los alojados en el Hogar Archer-Gilligan.

Toughy se puso en contacto con los médicos que habían firmado los certificados de defunción. Según éstos, no había nada sospechoso. Luego trató de ponerse al habla con familiares de los fallecidos. Simplemente, no existían familiares. A continuación, dando por sentado definitivamente que mistress Archer había matado con objeto de lucrarse, Toughy recorrió las Compañías de seguros para cerciorarse de si la damita había probado de asegurar a alguno de sus pensionistas. Resultó que, en efecto, en diversas ocasiones había intentado contratar pólizas para varios caballeros y damas, pero sólo uno fue lo bastante joven y se encontró suficientemente sano para salir airoso del examen médico.

-¿Quién era ese?

-Se llamaba Andrews. Murió de un ataque cardíaco inmediatamente después de haberse firmado la póliza.

Como muchos reporteros de la época, Mike Toughy no le tenía mucho respeto a la ley cuando ésta ponía obstáculos a una prueba tendente a demostrar precisamente una posible violación de la ley. En consecuencia, sencillamente, fue y engrasó las manos de un par de sepultureros, hizo desenterrar a Andrews a la luz de la luna, buscó a un amigo suyo, estudiante interno de Medicina, para que se llevara muestra de las entrañas del cadáver y luego volvió a meter a Andrews en la fosa.

Las noticias que recibió Toughy del laboratorio de Boston al cual envió un trocito del difunto Andrews fueron rápidas y desalentadoras. En contra de lo que él había supuesto, Andrews no había muerto envenenado.

Convencido de que si Andrews había fallecido, quizá, de muerte natural, no había ocurrido lo mismo con algunos de los otros, Toughy hizo desenterrar más cadáveres. Ninguno había sido envenenado, ni golpeado, ni maltratado de modo alguno que pudiera provocar la muerte.

Por aquellos días, Toughy estaba desalentado, pero no pensaba, ni mucho menos, abandonar la partida. Aquella vocecita queda y leve que hablaba a todos los irreverentes reporteros de la vieja escuela, le aconsejaba que perseverase en su empeño Mientras otros periodistas del Courant se ponían a examinar los libros de venta de tóxicos de todas las droguerías del Condado de Hartford, Toughy, presentándose como propagandista electoral, empezó a pulsar los timbres de la manzana de casas en que vivía Hermana Amy.

Cuando apretó el timbre de la casa de las hermanas Bliss y éstas le invitaron a pasar al salón, una voz en su interior le dijo que había llegado a buen puerto. Al comunicar quién era y qué se proponía, consiguió soltar la lengua de las dos solteronas. Y al saber que también a ellas las tenían intranquilas los acontecimientos del Hogar, se sintió animado por vez primera. Toughy se acomodó calladamente en una habitación del segundo piso desde la cual se veía el Hogar Archer-Gilligan. Mirando desde el otro lado de la calle con unos anteojos de campaña, Toughy pudo ver en diversas ocasiones a Hermana Amy y la calificó de una persona taimada de veras.

Durante una semana ocurrió poca cosa más. Luego, una noche, apareció de nuevo el coche fúnebre. Toughy lo siguió y se las compuso para que se procediera a una rápida autopsia secreta del cadáver -el de una anciana- antes de que lo sepultaran. La mujer había muerto a consecuencia de las enfermedades propias de la edad.

Aunque empezaba a sentirse invadido de una callada desesperación, Toughy hizo una visita a Hugh Alcorn, el inteligente y ambicioso fiscal del Condado de Hartford, y le expuso sus sospechas. Alcom estuvo un rato meditando la cuestión. Luego, haciendo describir un arco al sillón giratorio, se puso a mirar por la ventana, y dijo:

-No sólo no posee usted ninguna prueba que yo pudiera presentar a un tribunal, Mike, sino que se expone a colocar al Courant en una situación comprometida.

-¿Cómo?

Alcorn imprimió otro giro al sillón.

-Mistress Archer-Gilligan estuvo aquí a verme -dijo.

-¿Ah, si? ¿Para qué?

-Alega que usted la está persiguiendo.

-¡Vaya con el diablillo! ¿Cómo es posible que haga semejante afirmación?

Alcorn se encogió de hombros.

-Todo lo que sé es que está enterada de que usted se ha interesado mucho por sus actividades. Y dice que si no pone fin a esta conducta hará procesar el periódico por persecución.

Toughy volvió a esconderse de nuevo en el cuarto del segundo piso del hogar de las Bliss, esta vez acompañado por un dibujante del Courant. El artista tomó unos apuntes de Hermana Amy mientras iba y venía por el largo porche.

Toughy visitó las droguerías con el dibujo en la mano. Ese fue el recurso que dio el golpe. Hermana Amy había utilizado nombres falsos para comprar raticidas. Las compras de veneno, por lo común, habían precedido en número limitado de días la fecha de una defunción en el Hogar.

Con la prueba que le proporcionaba el periodista sobre la mesa escritorio, Alcorn se arremangó oficialmente la camisa. E hizo desenterrar no uno, ni dos, ni tres, sino cuatro caballeros que habían entregado el alma pocos días después de las más recientes adquisiciones de arsénico. Todos habían sido despachados por medio del raticida.

*****

Hermana Amy, sometida a juicio por la última de las defunciones provocadas con arsénico -la de un hombre de media edad-, ofrecía una figurilla triste, vestida de negro, con una Biblia pequeña en la mano, por lo cual Alcorn la describió como una Borgia del siglo veinte. Llevado por el entusiasmo, Alcorn presentó pruebas de que Amy no sólo había matado al hombre por cuyo fallecimiento la juzgaban, sino a otros veintitrés en un período de dieciocho meses.

Hermana Amy fue declarada culpable y sentenciada a la horca. Pero su defensor, apelando el caso sobre la base de que Alcorn, obsesionado por el afán de coger por el cuello a Hermana Amy, había introducido pruebas de envenenamientos no relacionados con el caso que se dirimía, consiguió que la damita fuese juzgada de nuevo. Pleiteando como culpable en el segundo juicio, celebrado cuando hacía doce años que la acusada había abierto el Hogar en la calle Prospect, Hermana Amy Archer-Gilligan salvó el pellejo. Unos años después se volvió demente y pasó un tercio de siglo en una jaula de ardillas.

-Big Jim… -solía murmurar Hermana Amy en su encierro-. Big Jim…

Nadie supo nunca si Big Jim colaboró con uno de los mayores demonios de la historia moderna del crimen en América, o si Hermana Amy continuaba pronunciando su nombre porque el hombre del hermoso bigote castaño había sido, antes de verse desplazado por Gilligan, lo que Amy pedía en sus oraciones nocturnas.


Mrs. Gilligan

Última actualización: 17 de marzo de 2015

Mrs. Gilligan, enfermera de profesión, dirigía un asilo de ancianos en la localidad de Hartford, Connecticut.

A primeros de junio de 1914 una mujer se presentó en la oficina de Lucien Sherman, editor de un periódico de la ciudad, para comunicarle sus sospechas de que su hermano había sido asesinado en el asilo en que estaba recogido; se trataba de Franklin Andrews, que había fallecido repentinamente, aunque la misma mañana de su muerte había sido visto pintando una valla del jardín y en perfecta salud. Mrs. Gilligan no había permitido a nadie ver el cadáver, pretextando que estaba siendo embalsamado.

El editor envió un periodista al asilo, donde fue recibido por la directora, Mrs. Gilligan, una mujer de apariencia maternal que había estado casada dos veces. El periodista averiguó que durante los últimos cuatro años había habido en la institución una media de doce muertes anuales aunque solamente había catorce asilados. En total, seis veces y media más fallecimientos que el resto de las instituciones de esta especie de la región. Se dio aviso entonces a la policía, que envió una mujer detective a investigar.

En los siguientes seis meses no ocurrió ninguna muerte, pero el 11 de noviembre de 1914 Mrs. Amy Hosmer, una de las asiladas, fallecía también repentinamente; el doctor Wiley, médico de la institución, certificó que a causa de apoplejía. Veintitrés horas más tarde se comunicaba a la doctora Emma Thompson que una de sus pacientes del asilo se encontraba en grave estado.

Se trataba de Mrs. Alice Gowdy, que había comenzado a notar, después de una cena de «Acción de Gracias» los síntomas de una fatal enfermedad a consecuencia de la cual moría poco después.

La doctora Thompson notó una extraña rigidez en los miembros del cadáver y comunicó sus sospechas a la policía; se practicó la autopsia secretamente, encontrándose restos de arsénico. Ante el hallazgo, se exhumaron otros cuatro cuerpos, entre ellos el del segundo esposo de la enfermera, encontrándose el mismo resultado.

La policía averiguó después que Mrs. Gilligan acostumbraba a enviar a los ancianos del asilo a comprar arsénico «para matar ratas». Fue arrestada y juzgada por dos veces con idéntico fallo: veredicto de culpabilidad v sentencia a cadena perpetua. En 1923 se reveló que era una deficiente mental; sin embargo, había preparado sus crímenes cuidadosamente: unos días antes de la muerte de Franklin Andrews había escrito a Mrs. Gowdy: «Muy pronto quedará una plaza vacante».


Los cadáveres del hogar de ancianos

Última actualización: 17 de marzo de 2015

La Hermana Amy Archer dirigía un refugio para personas ancianas en una calle tranquila, sombreada por los árboles, de una ciudad pequeña de Connecticut. Por un estipendio convenido se obligaba a cuidarlos toda la vida, proporcionándoles magníficas comodidades y servicios. Hasta que un periodista curioso y entrometido decidió interesarse por la rapidez con que se marchaban, dentro de un ataúd, varios de los pensionistas de la Hermana Amy, no se levantó la tapa del misterio.

En el mes de abril de 1907, la calle Prospect de la población de Windsor, en Connecticut, era una avenida tranquila y pacífica, bordeada de árboles, cuyas casas victorianas proporcionaban albergue a unos caballeros muy atentos a la cosa pública y que llevaban cuello de pajarita, y a unas damas bulliciosas, los cuales, habiendo logrado llegar a la cima de esa pequeña lucha que es la vida, vivían en santa y justa complacencia. En la calle Prospect la moral recibía una recompensa, el vino de bayas de saúco era el licor más fuerte que entraba por las puertas, y el ruido más intenso que hería los oídos sensitivos era el martilleo de los cascos de los caballos sobre los guijarros.

No hay que extrañar, pues, que la tranquila marcha de las cosas en una manzana particular de la calle Prospect quedase alterada rudamente cuando una damita de treinta y tres años, con un cabello muy negro, llamada Amy Archer, adquirió una monstruosidad arquitectónica de tres pisos, cuyo propietario se había acomodado permanentemente en los terrenos del cementerio, con el propósito declarado de abrir un hogar para ancianos.

Antes de llegar a Windsor, donde en años venideros había de aportar una contribución histórica a la galería de asesinatos premeditados, mistress Archer había sido enfermera en el Hospital Bellevue, de Nueva York. El rótulo dorado sobre fondo negro clavado en la puerta de la calle decía:

HOGAR ARCHER

PARA PERSONAS ANCIANAS

E INVALIDOS CRONICOS

Al otro lado de la calle y enfrente mismo del Hogar Archer vivían dos viejas damas -dos chismosas atildadas y un tanto invertidas que se llamaban Bliss-, las cuales, sentadas detrás de las cortinas irlandesas de encaje en un saloncito de felpa verde, atisbaban el ir y venir de la gente por la calle con unos gemelos. Por la mañana, luego que cuatro conductores hubieron depositado en el Hogar Archer para Personas Ancianas e Inválidos Crónicos muebles de segunda mano en cantidad suficiente para equipar un hotel de diez dormitorios, mistress Archer, acompañada de su marido, James, cruzó la calle y apretó el pulsador de porcelana del timbre de la puerta del domicilio de las Bliss.

-Hemos creído que estaría bien que nos presentásemos -dijo mistress Archer con una sonrisa luminosa, mientras las hermanas Bliss invitaban a los visitantes a pasar al saloncito.

Mistress Archer, que sólo pesaba noventa libras, tenía una carita delgada, más bien bonita, con unos ojos que reflejaban una mente muy activa, e iba embutida en un uniforme de enfermera.

Amy Archer era locuaz, pero Big James (James «el Fornido»), como algunas personas empezaron pronto a llamar a su marido, era un hombre silencioso que se limitó a permanecer sentado en aquel sillón de pelo de camello, haciendo rodar los pulgares con la vista clavada al suelo, mientras su esposa charlaba por los codos. Archer, una, considerable mole de hombre, vestía un trajo de color castaño claro, llevaba zapatos negros impermeables, y tenía una cara gordinflona y blanquecina, un hermoso bigote castaño que actuaba como anfitrión perfecto para la espuma de cerveza y unos ojillos que a ciertos observadores les recordaban un par de pedazos de mármol rojizo.

Mistress Archer informó a las hermanas Bliss de que acomodaría a diez personas, entre hombres y mujeres, en su institución. Mediante un estipendio fijo, sus huéspedes contarían con un contrato para, toda la vida, incluyendo, como estupenda propina final, un entierro de lujo y una tumba escogida en el cementerio de la localidad.

-Será una especie de seguro de vida -atrevióse a intervenir Big Jim, hablando por primera vez, aunque sin levantar la vista del suelo-. Si hay unos cuantos que vivan muchísimo tiempo, nos enviarán a la Casa de Misericordia.

-No se trata del dinero -repuso entonces mistress Archer, con una vocecilla cantarina, inclinando ligeramente la cabeza y dejando asomar en los ojos un destello de santa indagación-. Lo que importa es el privilegio de servir al Señor.

Una de las dos ancianas señoras le preguntó a mistress Archer si ella y su esposo aceptarían un vaso de vino de bayas de saúco.

-¡No, Bondad divina! -respondió mistress Archer-. Jamás permitimos que toque nuestros labios ni una gota de alcohol.

Las hermanas dirían después que pudieron creer sin ningún trabajo a mistress Archer, pero que Big Jim, levantando la vista por primera vez, parecía lamentar que no se le ofreciese la oportunidad de expresar su opinión personal.

El Hogar Árcher para Personas Ancianas e Inválidos Crónicos quedó montado y en marcha al poco tiempo. Poblado por cinco ancianos, cuatro ancianas y un individuo más joven al que se veía tan delgado, blanco y tembloroso que se adivinaba fácilmente que se encontraba al borde de la Eternidad, el Hogar era un sitio alegre. Hermana Amy, como prefería mistress Archer que la llamasen, parecía una forma vaga y fugitiva cuando, embutida dentro de su blanco uniforme, correteaba por los sombríos pasillos, llevando alimentos y medicinas a los que se habían confiado a sus cuidados. Mujer ansiosa de trabajo y que no quería saber nada de sirvientas, Hermana Amy cuidaba a los enfermos y cocinaba, mientras que Big Jim hacía las camas, vaciaba los orinales y se encargaba de que no se acumulase demasiada suciedad.

Cuando hacía un tiempo favorable, Hermana Amy conducía el rebañito de sus protegidos a un ancho pórtico que corría por todo lo largo de la fachada principal de la casa y la mitad de una fachada lateral, los acomodaba en unas mecedoras y les dejaba jugando a las damas y a los naipes. Por las noches, Hermana Amy tocaba un órgano plañidero en el saloncito de felpa encarnada y los huéspedes que tenían menos sueño la acompañaban cantando himnos antiguos.

El Hogar Archer llevaba sólo tres semanas funcionando, cuando una noche de luna llena, mientras la calle estaba silenciosa y una lechuza lanzaba su lamento en la distancia, a las hermanas Bliss las despertó el redoblar de los cascos de unos caballos sobre los guijarros que empedraban la calle. Al saltar de la cama vieron un coche fúnebre, negro y brillante, arrastrado por un tiro de caballos negros como el carbón, parándose delante del Hogar Archer. Dos figuras saltaron del coche, entraron en el Hogar con un ataúd, salieron otra vez transportándolo, y dando la sensación de que pesaba más que al entrar, lo colocaron en el coche, y se marcharon de nuevo.

A la mañana siguiente, aproximadamente, a la hora del desayuno, las viejas solteronas, sentadas detrás de las cortinas de encaje, con la ventana abierta, oyeron el órgano de Hermana Amy. La enfermera dirigía a sus huéspedes en una interpretación de Más cerca de Ti, Dios mío.

A eso del mediodía, Big Jim se encontraba delante de la casa. Una de las hermanas salió a la puerta, le llamó y le preguntó si podían ayudarles en algo facilitando la buena marcha del Hogar.

-No, muchas gracias -respondió Big Jim.

-¿Cuál era el que ha salido durante la noche?

-El joven.

-¿De qué ha muerto?

-De complicaciones.

Si bien los vecinos de Hermana Amy no sabían prácticamente nada de lo que sucedía en el interior del Hogar, los habituales de Paddy, un hermoso saloon irlandés situado un par de calles más allá, pronto entrevieron una parte del cuadro. El saloon de Paddy no era un establecimiento para gente peleona, sino el dominio de los respetables ciudadanos de la vecindad que se reunían allí por las noches a fumar una pipa, a beber un vaso y a conversar tranquilamente en mutua compañía. Big Jim adquirió el hábito de escapar furtivamente hasta el saloon de Paddy, engullir unos whiskies mitigados por unas cervezas, contemplar con aire solemne su propia imagen reflejada en el espejo de detrás del mostrador, ponerse unos dientes de ajo en la boca y marcharse a hurtadillas. Una noche, otro incondicional del establecimiento, que había trabado alguna amistad con Jim, le hizo entrar en conversación con el siguiente comentario:

-Usted no parece un hombre feliz, míster Archer.

Big Jim se volvió hacia él, le guiñó el ojo y se secó la espuma del bigote.

-Y, ciertamente, no lo soy -contestó con su acento del Condado de Mayo, tan denso como el humo que saturaba el aire. -Usted me da la impresión de ser un alma comprensiva y a mí me gustaría, si me lo permite, contarle mis pesares.

Los pesares de Archer nacían de Hermana Amy.

-No consigo satisfacerla por la noche -dijo-. Un poco va muy bien, pero mi mujer dejaría exhausto a cualquiera.

-Me han dicho que su mujer es enemiga de toda clase de bebida -observó el incondicional del bar-. Si esto es verdad, ¿cómo se lo arregla para engañaría? No dudo de que con los dientes de ajo que usted mastica no hay bastante.

-En realidad, hace la vista gorda para todo lo que se ofrezca, con tal de que la complazca bien por las noches. Pero, se lo digo, amigo mío, no sé hasta cuándo seré capaz de resistir esta marcha.

Una noche de junio, dos meses después de haber montado Hermana Amy su establecimiento, las ancianas doncellas del otro lado de la calle despertaron desveladas por las pisadas de los cascos de los caballos. El coche fúnebre hacía otra visita al Hogar Archer. A la mañana siguiente, una de las hermanas Bliss supo de labios de Big Jim que un octogenario había mordido el polvo.

-El pobre hombre se agotaba como un reloj, y, simplemente, se ha parado -le gritó desde la otra acera.

Todo siguió marchando sin acontecimientos desagradables por espacio de un par de semanas. Los ancianos jugaban a las damas y a los naipes, y charlaban en el porche durante el día, y cantaban himnos en el salón por la noche. Los vecinos amigos de la música, que distinguían al momento lo que era cantar bien o mal, no hallaban ninguna palabra de elogio para los sones que se derramaban de las abiertas ventanas del establecimiento de Amy.

Los protegidos de mistress Archer demostraban mucha afición al género epistolar y sus misivas a los amigos que tenían en el exterior -todas cuidadosamente repasadas por Hermana Amy antes de echarlas al correo- hacían hincapié especial en la excelente comida, las deliciosas comodidades y los amorosos cuidados que caracterizaban al Hogar. Como resultado lógico, al año de existencia aquella institución gozaba de una excelente fama que se extendía por todo el litoral atlántico y podría afirmarse que los ancianos casi derrumbaban literalmente las puertas llamando para entrar. Cuando un residente perdía contra su voluntad el derecho a la prebenda -y los ancianos y ancianas subían al coche fúnebre nocturno acomodaditos en cajas de madera a un promedio de uno cada mes, casi con la regularidad de un reloj-, Hermana Amy dejaba el Hogar encomendado a Big Jim, llenaba un saco de viaje y se marchaba a lugares lejanos a visitar a los solicitantes. Por término medio se entrevistaba con una docena, informándose luego de todos sus pormenores antes de escoger al afortunado.

Aunque el porcentaje de defunciones de la población del Hogar Archer era unas cuatro veces superior al promedio que reflejan las tablas de las grandes Compañías de seguros de la vecina Hartford, nadie arqueaba las cejas con recelo. Simplemente, no hubiese sido cosa natural que hubieran sospechado de Hermana Amy.

Cuando una de las hermanas Bliss cayó enferma de un resfriado pésimo, que amenazaba convertirse en neumonía, Hermana Amy estuvo a punto de caer rendida cruzando la calle a todas horas para cuidar a la paciente. Cuando llamaba un mendigo a la puerta trasera del Hogar, no recibía una moneda tan sólo, sino que le invitaban a entrar y a probar una comida caliente. Por Navidad, Hermana Amy compró una hermosa bufanda escocesa para el guardia de servicio en el sector, hombre inofensivo, cuyo revólver de reglamento hacía tiempo que se había oxidado en el bolsillo de los pantalones.

A veces, cuando uno de sus pensionistas estaba a las puertas de la muerte, Hermana Amy llamaba a uno de los tres médicos que habían acaparado la clientela del sector. Aquellos seguidores de Hipócrates, que llevaban cuello de pajarita y olían a píldoras, no eran únicamente gente nada recelosa, sino que, además, estaban muy lejos de poder considerarse unos magos en el campo de los diagnósticos. De modo que cuando Hermana Amy atribuía una determinada enfermedad a un enfermo sentenciado, el matasanos, respetando el criterio de una enfermera con mucha experiencia, aceptaba el diagnóstico sin discusión y firmaba el certificado.

Un día de febrero de 1912, después de haber transcurrido casi cinco años y haberse sucedido más de cincuenta defunciones desde que Hermana Amy se estableció en Windsor, apareció en la puerta trasera del Hogar Archer un hombre que necesitaba un socorro en alimentos. Big Jim estaba despidiendo al mendigo como a un truhán indeseable cuando el azar quiso que Hermana Amy pasase por allí y apoyase una mano blanca y delicada en el brazo de Jim, Examinando al forastero con una rápida mirada, la enfermera había advertido que se trataba de un hombre de aspecto notable que no había cumplido los cuarenta años. Resultó que el visitante se llamaba Michael Gilligan. Tenía el cabello rojo, la nariz gruesa y llevaba una chaqueta a cuadros y unos pantalones bombachos que le hacían parecer una banana desmochada en una función burlesca. Tenía unos ojos bribones, la sonrisa pronta y una voz cautivadora.

-Entre -le dijo Hermana Amy a Gilligan-. Entre en seguida y le prepararé algo que comer.

Gilligan le guiñó el ojo a Archer y entró en el edificio.

Después de una suculenta comida, Gilligan dijo que le gustaría darse una vuelta por el establecimiento.

-Manejo bien las herramientas -le dijo a Hermana Amy, después de haberío observado todo-. Si me diesen alojamiento y comida les arreglaría la casa.

Hermana Amy examinó de nuevo con la mirada al forastero y le contrató.

Poco después, el Hogar Archer retumbaba con los martillazos y el chirrido de la sierra, mientras Gilligan, inclinado sobre su tarea como un buen amante del trabajo, levantaba suelos y derrumbaba tabiques. Aficionado a un tiempo a la bebida y a mascar tabaco, Gilligan iba siempre con un pedazo de este último en la boca y tenía un aliento capaz de marchitar un geranio. Big Jim no lograba comprenderlo. Durante todos los años que llevaba casado con Hennana Amy, se había visto obligado a beber a escondidas, y he ahí que ahora se presentaba un pelirrojo desconocido con unos pantalones bombachos y hacía lo que se le antojaba.

Con el amor propio herido y los celos excitados, Big Jim decidió que Gilligan tenía que marchar de allí. De modo que una tarde, cuando Hermana Amy estaba de compras, interrumpió a Gilligan, que estaba haciendo unas reparaciones en la puerta de la calle.

-Ya no tenemos necesidad de su presencia -le informó.

-¿Quién lo ha dicho? -inquirió Gilligan.

-Yo. -Big Jim señaló con el índice el rótulo, negro y oro, a un par de pies de distancia de donde tenía lugar el diálogo-. El rótulo dice que este es el Hogar Archer, y no olvide que Archer soy yo.

Gilligan estudió brevemente el rótulo, cambió de sitio el pedazo de tabaco que tenía en la boca, cerró los labios y los abrió para soltar un chorro de jugo de, tabaco que salpicó el rótulo.

-Eso es lo que pienso de su maldito letrero -dijo.

Una hermosa mañana de abril, cuando hacía un par de meses que Gilligan rondaba por el Hogar y la savia se encontraba en plena ascensión, Hermana Amy se presentó en casa de las solteronas Bliss, muy cambiada, sin manifestar su animación habitual.

-¿Qué demonios le pasa, Hermana Amy? -preguntó una de las dos solteronas.

-Se trata de mi marido.

-¿De Big Jim? ¿Y qué le ocurre de anormal a Big Jim?

-No le queda mucho tiempo de estancia en este mundo.

-¡Ah, qué pena! ¿Qué será lo que aqueja al buen hombre?

-Está deshecho por la bebida. -Hermana Amy había permanecido con la vista fija en el suelo. Ahora levantó los ojos para ver qué cara ponían las dos hermanas-. Ha bebido siempre en secreto.

-¿Quiere decir que usted no sabía que bebiese?

-Jamás lo supe. ¿Por qué? ¿Lo sabía usted?

-Ah, sí. Hermana Amy. Lo hemos sabido desde el principio.

-En fin, poco importa. Está acabado, pobre hombre. Tiene unas hemorragias de estómago terribles.

-¿Muy a menudo?

-Prácticamente todas las noches.

-¿No ha llamado a un médico?

-Sería inútil -respondió Hermana Amy, suspirando y mordiéndose el labio inferior-. Soy enfermera y sé cuándo una persona se encuentra en situación desesperada. -Hermana Amy se puso en pie, apretó las manos contra los costados y levantó la mirada por encima de las cabezas de las dos hermanas con una actitud muy digna-. ¡Ah! -exclamó-. Ojalá mi querido Jim me lo hubiese comunicado a tiempo.

Por espacio de un mes, después de haber partido de noche Big Jim hacia el desconocido destino del cual ningún viajero regresa, Hennana Amy estuvo inconsolable. Deambulaba por el Hogar preguntando a gritos al Señor por qué se había llevado a Big Jim, y casi no pasaba hora sin que se sentase al lloroso órgano a tocar una y otra vez Más cerca de Ti, Dios mío.

Pero toda nube tiene sus ribetes de plata. Hermana Amy salió de repente de su tristeza y una soleada mañana cruzó la callo a toda prisa.

-¡Ah! -exclamó, abrazando a una de las hermanas Bliss-, ¡Felicíteme! Soy la mujer más dichosa del mundo.

-¿Qué diantres ha pasado, Hermana Amy?

-Míster Gilligan me ha pedido que sea su esposa.

-¡No!

-¡Sí!

El Hermano Gilligan, como Hermana Amy había empezado a llamar al novio, tenía muchísima más perspicacia de la que Big Jim Archer había tenido nunca. Continuó bebiendo descaradamente, llevando siempre una botella en el bolsillo y empinando el codo siempre que le venía en gana. Algunos pensionistas, conociendo la decidida oposición de Hermana Amy a las bebidas fuertes, se preguntaban cómo era que tolerase semejante abuso.

-Lo necesita para la salud -explicaba un día Hermana Amy a un par de ancianos que jugaban a los naipes-. En su caso es como una medicina.

Pero los clientes del bar de Paddy sabían la verdadera explicación. El Hermano Gilligan había olfateado pronto el refugio y ahora tenía ya allí una buena tertulia de confidentes. Siendo un tipo jactancioso, había divulgado entre sus camaradas que después de varios años de rodar por el mundo como un pordiosero, al final había caído en una cama blanda.

-¿Y saben por qué la mujercita permite que beba, a pesar de lo enemiga que es del licor? -les dijo una noche.

-No. ¿Por qué?

-¡Porque en verdad que da mucho trabajo! -Gilligan se golpeó el pecho con el puño-. Pero Michael Gilligan es el hombre indicado para esa tarea.

Pasaban los meses, pasaron los años. Apenas transcurría un mes sin que el coche fúnebre se parase delante del Hogar Archer-Gilligan, como se llamaba ahora el establecimiento. Allá por la primavera de 1913, seis años después de haber aparecido por primera vez Hermana Amy en aquellos horizontes, más de setenta huéspedes que firmaron contrato por toda la vida habían mordido el polvo y habían marchado de noche dentro de una caja de madera. Sin embargo, todavía nadie se paraba a pensar dos veces en aquellas defunciones. Parecía muy natural que el organismo de los ancianos, siguiendo el curso normal de los acontecimientos, se le descosieran las costuras y pereciese. Medio siglo atrás, el promedio de vida era considerablemente inferior a lo que es hoy, y la mayoría de los huéspedes de Hermana Amy, cuando entraban en el establecimiento, ya vivían de prestado.

Una noche, el Hermano Gilligan se presentó en el saloon terriblemente abatido. Una gran tragedia había descendido sobre él. Los años de abuso excesivo del alcohol, por no mencionar e desmesurado aprovechamiento de las libertades maritales con Hermana Amy, se habían cobrado su impuesto. Michael Gilligan, el pelirrojo de los pantalones bombachos, se había visto afectado de impotencia con una rapidez devastadora.

-Oye, chico -le dijo un incondicional del establecimiento, compañero suyo-, deberías ir a ver a uno de esos doctores que remedian las cosas de este género.

Gilligan volvió la cabeza para fijar en el habitual del saloon unos ojos tristes como los de un venado.

-Este es el caso, precisamente -respondió-. He ido ya, y el doctor no puede hacer nada por mí.

Entonces quiso la fortuna que un buen día entrase en el Hogar Archer-Gillígan un caballero atildadamente vestido llamado Andrews, que tenía cincuenta y un años, pero estaba tan bien conservado que parecía un cuarentón vigoroso: terso el cutis, ojos azules centelleantes, paso elástico… Andrews usaba perfumes intensos, andaba por ahí leyendo, poseía y tenía una vaga especie de pasado y un presente incierto. En la casa nadie conseguía definirle por completo.

Dado que la llegada de Andrews coincidió con la dolencia de Gilligan, no era sino muy natural que Hermana Amy empezase a prestar alguna atención al recién venido. A diferencia de los otros huéspedes, Andrews tenía la mayoría de sus piezas dentarias y en realidad podía comerlo todo. De modo que Hermana Amy empezó a prepararle platos especiales para él. A las pocas semanas de su llegada, todos y cada uno de los alojados en el establecimiento miraban a Andrews como a un sujeto privilegiado.

Una noche, menos de un mes después de haber revelado su aflicción a un compañero de tertulia del saloon de Paddy, la categoría del Hermano Gilligan en dicho establecimiento sufrió un gran cambio: de ser un cliente habitual había pasado a ser un recuerdo.

-¡Lástima, pobre Gilligan! -le decía el camarero a un parroquiano.

-¿Verdad que sí? Jamás existió otro hombre mejor.

-¿Estuviste en el entierro?

-No. La ceremonia se celebró en privado. Deseo de su esposa.

-Ciertamente, le echaremos de menos. -Sin duda. Dicen que se fue a dormir y ya no despertó. Cosa del corazón.

El camarero recorrió el establecimiento con una mirada circular.

-¿Qué quieren tomar, señores? En memoria del Hermano Gilligan, esta ronda la paga la casa.

El que ingresó luego en el Hogar Archer-Gilligan fue un caballero anciano de ojos guiñadores y cutis de franela, llamado Runyon, quien, con estas o las otras artes, había consegtlido engañar a Hermana Amy al sufrir el examen de admisión, pues se declaró abstemio. Runyon, un viudo de Nueva Jersey, sin hijos, era una vieja cuba. Solía marcharse a hurtadillas hasta lo de Paddy, allí cargaba de lo lindo y a eso de la media noche regresaba al Hogar, sentándose en el porche con los pies sobre la baranda, y con voz de barítono, fuerte y beligerante, se ponía a cantar antiguas canciones irlandesas, despertando a toda la vecindad.

Ahora era Runyon el que informaba a los, compañeros de saloon de lo que ocurría en el Hogar. Hermana Amy, después de la despedida del Hermano Gilligan, empezaba a ponerle ojos tiernos al atildado y misterioso Andrews. Una noche, muy temprano, Runyon corrió al saloon estallando con la noticia.

-¡Vaya con ese Andrews! -exclamó para empezar-. Ha ocurrido la cosa más chocante.

-¿Qué? -preguntó el camarero.

-Es un tipo raro,

-¿Qué quiere decir eso de raro?

-Es de la serie B.

-¿Quiere decir que es invertido?

-Ni más ni menos.

-¿Cómo lo sabe?

Parece que la noche anterior, bastante tarde, Runyon recorría un pasillo del segundo piso, dirigiéndose al cuarto de baño, y cuando cruzaba por delante del cuarto de Andrews, oyó el rumor de una conversación en voz baja. Parándose a escuchar con calma, identificó las voces de Hermana Amy y Andrews.

-Usted es un hombre muy guapo -le decía Hermana Amy a Andrews.

-Oh, por favor, Hermana Ainy -respondía el caballero-. No me toque de este modo.

-¡Oh! ¿Qué le pasa? ¿No me considera atractiva?

-No es esto, Hermana Amy. No es esto en modo alguno.

-Si no es esto, ¿qué es?

-Pues, para decirle la verdad, a mí nunca me han preocupado las mujeres.

-¿No? ¿Por qué?

-No sé. Simplemente, no me han interesado.

-Pero, ¿por qué? Dígame, por favor, ¿por qué?

-Prefiero los hombres.

-¿Quiere decir…, quiere decir que usted no es natural?

-Si le gusta expresarle de este modo, sí.

-¡Vaya! -exclamó Hermana Amy-. ¡Por lo visto, he cometido un error espantoso!

Runyon, al narrar el episodio, le dijo al camarero que después de eso se había alejado precipitadamente por el pasillo. El pobre Runyon no duró mucho, luego de haber propalado el chisme acerca de lo que ocurrió con Andrews. La vacante ocasionada por su partida se llenó pronto, y con la misma prontitud las hermanas Bliss vieron entrar en el Hogar, una tarde que soplaba el vendaval, a un matrimonio bastante maduro. Los dos ancianos estuvieron dentro del edificio más de una hora, y cuando volvieron a salir se pararon en la acera, apoyándose el uno en el otro y mirando a su alrededor. Luego cruzaron la calle y pulsaron el timbre de la puerta del hogar de las solteronas.

Los visitantes -míster y mistress Gowdy, de otra parte de Connecticut- explicaron a las hermanas Bliss que habían oído hablar tanto del Hogar Archer-Gilligan que se habían fijado la obligación de ir a visitarlo personalmente y solicitar que les admitiesen en él.

-Gozamos de buena posicion -declaró el marido-, pero no tenemos ningún pariente y nos gustaría encontrar un sitio agradable donde pasar el resto de nuestros días.

-Habrán encontrado el Hogar lleno hasta los topes -objetó una de las hermanas Bliss.

-Sí -contestó míster Gowdy-. Sin embargo, pronto habrá una vacante.

-¿Cuál?

-La del caballero joven. El que lee poesías.

-¿Míster Andrews?

-Sí, creo que es este su nombre.

-¿Qué dolencia sufre?

Gowdy se dio unas palmadas sobre el corazón.

-¡Pero si míster Andrews es el mismo retrato de la salud! -exclamaron las dos hermanas a coro.

-Esto les enseñará que las apariencias engañan -dijo Gowdy.

Cuando míster Andrews, lindamente metido en su caja, partió sobre el coche fúnebre unas noches después, las hermanas Bliss empezaron, al cabo de todos aquellos años, a sentir una vaga desazón. Atando unos cabos con otros, las pasmaba el hecha de que los residentes jóvenes del Hogar Archer-Gilligan parecían derrumbarse luego de haber vivido allí tan poco tiempo como los viejos.

-No parece nada divertido, ¿verdad, hermana? -dijo una de las dos, mordiéndose las uñas de una mano mientras con la otra abría las cortinas de encaje para mirar hacia el Hogar.

Los Gowdy -el matrimonio que estaba en buena posición- se trasladaron al cuarto de Andrews, pero no pudieron disfrutarlo mucho tiempo. Menos de tres semanas después de haberlo ocupado lo desocuparon de nuevo. Ambos la misma noche, con tres horas de intervalo.

-¡Caramba! -dijo una de las solteronas a Hermana Amy cuando ésta fue a tomar el té al día siguiente al de la partida de los Gowdy-. Sus pensionistas se mueren a un ritmo acelerado, ¿no es cierto?

Hermana Amy bebió unos sorbitos antes de contestar:

-Es la voluntad de Dios. El Señor obra sus maravillas de un modo misterioso.

Un día de la primavera de 1914, siete años después de haber aparecido por primera vez Hermana Amy en el horizonte, un reportero del Courant, de Hartford -un verdadero tipo de periodista de primera página que se llamaba Mike Toughy: pipa, cinismo, sombrero abollado y todo el resto-, estaba hojeando unas estadísticas del Condado de Hartford con la esperanza de reunir algunos datos que le proporcionaran tema para un buen artículo dominguero. Cuando Mike Toughy descubrió que los moradores del Hogar Archer-Gilligan se habían renovado por completo cada doce meses por obra de la muerte, sintió que se le aceleraba el pulso. Y se preguntó si los jugosos contratos vitalicios que Hermana Amy ofrecía a sus huéspedes quedaban anulados bruscamente, sin que tina de las partes contratantes tuviera noticia previa de ello.

Comprobando el promedio de mortalidad del Asilo de Ancianos de Hartford, Toughy averiguó que, en conjunto, el porcentaje de defunciones era únicamente la sexta parte del que había en el establecimiento de Hermana Arny. A continuación se fue a la oficina de un actuario de una de las grandes Compañías de seguros de Hartford. El actuario, un hombrecito exento de toda jovialidad, que llevaba unos lentes sin aros y tenía el cabello rubio y muy escaso, empezó a trazar unos números sobre un cuaderno. Al terminar, exhaló un suspiro, se recostó en el sillón giratorio, se cogió las manos por detrás de la cabeza y estudió a Toughy con la mirada. Luego, aportando su grano de arena al estilo literario que se complace en aminorar la magnitud de las cosas, declaró:

-Creo que puede usted admitir sin temor que algún elemento anormal precipita el final de la vida de los alojados en el Hogar Archer-Gilligan.

Toughy se puso en contacto con los médicos que habían firmado los certificados de defunción. Según éstos, no había nada sospechoso. Luego trató de ponerse al habla con familiares de los fallecidos. Simplemente, no existían familiares. A continuación, dando por sentado definitivamente que mistress Archer había matado con objeto de lucrarse, Toughy recorrió las Compañías de seguros para cerciorarse de si la damita había probado de asegurar a alguno de sus pensionistas. Resultó que, en efecto, en diversas ocasiones había intentado contratar pólizas para varios caballeros y damas, pero sólo uno fue lo bastante joven y se encontró suficientemente sano para salir airoso del examen médico.

-¿Quién era ese?

-Se llamaba Andrews. Murió de un ataque cardíaco inmediatamente después de haberse firmado la póliza.

Como muchos reporteros de la época, Mike Toughy no le tenía mucho respeto a la ley cuando ésta ponía obstáculos a una prueba tendente a demostrar precisamente una posible violación de la ley. En consecuencia, sencillamente, fue y engrasó las manos de un par de sepultureros, hizo desenterrar a Andrews a la luz de la luna, buscó a un amigo suyo, estudiante interno de Medicina, para que se llevara muestra de las entrañas del cadáver y luego volvió a meter a Andrews en la fosa.

Las noticias que recibió Toughy del laboratorio de Boston al cual envió un trocito del difunto Andrews fueron rápidas y desalentadoras. En contra de lo que él había supuesto, Andrews no había muerto envenenado.

Convencido de que si Andrews había fallecido, quizá, de muerte natural, no había ocurrido lo mismo con algunos de los otros, Toughy hizo desenterrar más cadáveres. Ninguno había sido envenenado, ni golpeado, ni maltratado de modo alguno que pudiera provocar la muerte.

Por aquellos días, Toughy estaba desalentado, pero no pensaba, ni mucho menos, abandonar la partida. Aquella vocecita queda y leve que hablaba a todos los irreverentes reporteros de la vieja escuela, le aconsejaba que perseverase en su empeño Mientras otros periodistas del Courant se ponían a examinar los libros de venta de tóxicos de todas las droguerías del Condado de Hartford, Toughy, presentándose como propagandista electoral, empezó a pulsar los timbres de la manzana de casas en que vivía Hermana Amy.

Cuando apretó el timbre de la casa de las hermanas Bliss y éstas le invitaron a pasar al salón, una voz en su interior le dijo que había llegado a buen puerto. Al comunicar quién era y qué se proponía, consiguió soltar la lengua de las dos solteronas. Y al saber que también a ellas las tenían intranquilas los acontecimientos del Hogar, se sintió animado por vez primera. Toughy se acomodó calladamente en una habitación del segundo piso desde la cual se veía el Hogar Archer-Gilligan. Mirando desde el otro lado de la calle con unos anteojos de campaña, Toughy pudo ver en diversas ocasiones a Hermana Amy y la calificó de una persona taimada de veras.

Durante una semana ocurrió poca cosa más. Luego, una noche, apareció de nuevo el coche fúnebre. Toughy lo siguió y se las compuso para que se procediera a una rápida autopsia secreta del cadáver -el de una anciana- antes de que lo sepultaran. La mujer había muerto a consecuencia de las enfermedades propias de la edad.

Aunque empezaba a sentirse invadido de una callada desesperación, Toughy hizo una visita a Hugh Alcorn, el inteligente y ambicioso fiscal del Condado de Hartford, y le expuso sus sospechas. Alcom estuvo un rato meditando la cuestión. Luego, haciendo describir un arco al sillón giratorio, se puso a mirar por la ventana, y dijo:

-No sólo no posee usted ninguna prueba que yo pudiera presentar a un tribunal, Mike, sino que se expone a colocar al Courant en una situación comprometida.

-¿Cómo?

Alcorn imprimió otro giro al sillón.

-Mistress Archer-Gilligan estuvo aquí a verme -dijo.

-¿Ah, si? ¿Para qué?

-Alega que usted la está persiguiendo.

-¡Vaya con el diablillo! ¿Cómo es posible que haga semejante afirmación?

Alcorn se encogió de hombros.

-Todo lo que sé es que está enterada de que usted se ha interesado mucho por sus actividades. Y dice que si no pone fin a esta conducta hará procesar el periódico por persecución.

Toughy volvió a esconderse de nuevo en el cuarto del segundo piso del hogar de las Bliss, esta vez acompañado por un dibujante del Courant. El artista tomó unos apuntes de Hermana Amy mientras iba y venía por el largo porche.

Toughy visitó las droguerías con el dibujo en la mano. Ese fue el recurso que dio el golpe. Hermana Amy había utilizado nombres falsos para comprar raticidas. Las compras de veneno, por lo común, habían precedido en número limitado de días la fecha de una defunción en el Hogar.

Con la prueba que le proporcionaba el periodista sobre la mesa escritorio, Alcorn se arremangó oficialmente la camisa. E hizo desenterrar no uno, ni dos, ni tres, sino cuatro caballeros que habían entregado el alma pocos días después de las más recientes adquisiciones de arsénico. Todos habían sido despachados por medio del raticida.

Hermana Amy, sometida a juicio por la última de las defunciones provocadas con arsénico -la de un hombre de media edad-, ofrecía una figurilla triste, vestida de negro, con una Biblia pequeña en la mano, por lo cual Alcorn la describió como una Borgia del siglo veinte. Llevado por el entusiasmo, Alcorn presentó pruebas de que Amy no sólo había matado al hombre por cuyo fallecimiento la juzgaban, sino a otros veintitrés en un período de dieciocho meses.

Hermana Amy fue declarada culpable y sentenciada a la horca. Pero su defensor, apelando el caso sobre la base de que Alcorn, obsesionado por el afán de coger por el cuello a Hermana Amy, había introducido pruebas de envenenamientos no relacionados con el caso que se dirimía, consiguió que la damita fuese juzgada de nuevo. Pleiteando como culpable en el segundo juicio, celebrado cuando hacía doce años que la acusada había abierto el Hogar en la calle Prospect, Hermana Amy Archer-Gilligan salvó el pellejo. Unos años después se volvió demente y pasó un tercio de siglo en una jaula de ardillas.

-Big Jim… -solía murmurar Hermana Amy en su encierro-. Big Jim…

Nadie supo nunca si Big Jim colaboró con uno de los mayores demonios de la historia moderna del crimen en América, o si Hermana Amy continuaba pronunciando su nombre porque el hombre del hermoso bigote castaño había sido, antes de verse desplazado por Gilligan, lo que Amy pedía en sus oraciones nocturnas.

 


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