
- Clasificación: Asesino
- Características: Alfred Rouse intentó simular su propia muerte para evitar el pago de las deudas
- Número de víctimas: 1
- Fecha del crimen: 6 de noviembre de 1930
- Fecha de detención: 7 de noviembre de 1930
- Fecha de nacimiento: 6 de abril de 1894
- Perfil de la víctima: Un hombre desconocido
- Método del crimen: Fuego
- Lugar: Hardingstone, Inglaterra, Gran Bretaña
- Estado: Ejecutado en la horca en Bedford el 10 de marzo de 1931
Índice
- 1 Alfred Arthur Rouse
- 1.0.0.1 FUEGOS – El misterio del coche en llamas
- 1.0.0.2 ¿Quién era la víctima?
- 1.0.0.3 PRIMEROS PASOS – Un hombre diferente
- 1.0.0.4 LA DETENCIÓN – Vida simulada, muerte fingida
- 1.0.0.5 Noche de fiesta
- 1.0.0.6 Las mujeres de Rouse
- 1.0.0.7 PUNTO DE MIRA – Herido en combate
- 1.0.0.8 La caligrafía de Rouse
- 1.0.0.9 EN LA SALA – Divertimento público
- 1.0.0.10 Norman Birkett
- 1.0.0.11 DEBATE ABIERTO – Sin dejar rastro
- 1.0.0.12 John Stonehouse
- 1.0.0.13 Conclusiones
Alfred Arthur Rouse
Última actualización: 25 de marzo de 2015
FUEGOS – El misterio del coche en llamas
Un hombre angustiado se escabulló entre los arbustos; las llamas envolvieron el vehículo, y el pasajero se convirtió en una antorcha humana. La policía inició la búsqueda del dueño. Pero ¿era él la víctima abrasada?
Las llamaradas que surgían detrás de los setos no preocupaban a nadie. Eran las dos de la mañana del 6 de noviembre de 1930. A lo largo y ancho de toda Inglaterra la gente había estado encendiendo hogueras para celebrar la noche de Guy Kawkes.
Alfred Brown y Williarn Bailey paseaban tranquilamente por una carretera comarcal hasta el vecino pueblo de Hardingstone, en Northamptonshire. Los dos primos venían de celebrar la velada de Guy Fawkes en una sala de baile de Northampton; y decidieron terminar la fiesta con una caminata hasta su casa a la luz de la luna.
Sin embargo, al abandonar la carretera nacional que conducía a Londres y desviarse por la comarcal, se fijaron en que aquellas lenguas de fuego eran demasiado altas como para provenir de una simple hoguera. Allí ocurría algo más que la quema de un muñeco. Apresuraron el paso, pero en ese mismo instante un ruido procedente de la zanja situada a su derecha les distrajo. Al cabo de un momento, un hombre bien vestido y con un maletín de ejecutivo subió gateando la pendiente hasta el borde del camino, justo frente a ellos.
Más tarde contarían a los periodistas que el individuo pareció muy sorprendido al encontrárselos. Se puso en pie, y sin mediar palabra, reanudó su camino. Los primos también se sorprendieron, y vacilaron hasta que el hombre se hubo alejado unos diez metros en dirección a la carretera. Entonces reaccionaron, y le preguntaron a voces qué era lo que estaba pasando. Pero el hombre, jadeante y sin aliento, no se tomó la molestia de responder.
Aquel forastero parecía no mostrar el más mínimo interés por el fuego; al revés, más bien se dirigía a toda prisa en dirección opuesta. Cuando llegó a la carretera de Londres, dio señales de saber cómo seguir. Primero se volvió hacia la derecha, hacia Northarnpton, pero después, lo pensó mejor y se puso a caminar hacia la capital. Lo último que recuerdan de él es verle en medio de la carretera, aparentemente perdido y sin saber adónde ir.
Brown, que trabajaba en una tienda reparando maletas, y Bailey, que se ganaba la vida en la fábrica de calzado de Barratt, le contaron a la policía que aquel hombre se comportaba de una forma muy rara. Le describieron como una persona fornida, de unos treinta años, 1,60 de estatura, de pelo oscuro y rizado. Vestía una gabardina con cinturón e iba trajeado. Tenía todo el aspecto de «un tipo de ciudad», pero sin sombrero, cosa que les extrañó, ya que era habitual en aquella época. En cualquier caso, los dos primos estaban más preocupados por el fuego que por la indiferencia mostrada por el extraño, así que echaron a correr hacia el lugar del incendio.
Se trataba de un Morris Minor -por entonces el coche de moda- envuelto en llamas a poco más de un kilómetro de Hardingstone. Nada podían hacer para apagar el incendio, así que corrieron hacia el pueblo para dar la alarma y pedir ayuda.
Brown llamó al agente Copping, mientras Bailey sacaba de la cama a su padre, Hedley, policía local. También despertaron a otros vecinos, y el ojeroso y adormilado grupo volvió a toda prisa al lugar del incendio llevando cubos. Formaron una cadena, y apagaron el fuego con agua de un estanque cercano.
Cuando finalmente empezó a remitir el intenso calor, los salvadores vieron que del vehículo no quedaban más que los restos. Las partes de madera estaban totalmente quemadas, y las puertas, el techo y los cristales habían desaparecido. La estructura de metal se había hundido. Sólo quedaba intacta una rueda. La matrícula, aunque muy estropeada, aún era descifrable: MU 1468. Al tratar de identificar un bulto con aspecto de «pelota de rugby» que se encontraba en el asiento delantero, las peores sospechas de los vecinos se hicieron realidad. A la luz de la linterna del agente Copping se distinguían los restos carbonizados de una cabeza y un cuerpo humano.
Entonces, los primos contaron a los policías lo de aquel hombre trajeado que había surgido como una aparición de la zanja. La policía consideró la historia lo suficientemente extraña como para lanzar una campaña nacional de búsqueda, basándose en la descripción dada por los dos jóvenes. La tarde del 6 de noviembre los diarios rebosaban de información sobre el «Misterio del coche en llamas»; un caso que desataría la imaginación y provocaría la indignación en todo el país.
Posteriormente se supo que al hombre «trajeado» lo recogió un camionero llamado Henry Tumer. Llegaron a Londres a las 6,20 de la mañana del 6 de noviembre y el autoestopista continuó camino hasta su casa de Buxted Road, en Friern Barnet, donde vivía con su mujer y su hijo.
El hombre del maletín abandonó la casa temprano esa misma mañana para ir a Gefligaer, en Monmouthshire, Gales, bien lejos del lugar del siniestro incendio. Fue a visitar a una muchacha, que ¡estaba esperando un hijo suyo! El nombre de la chica era lvy Jenkins, una enfermera que -según dijo a sus padres-, se había casado con su «marido» a principios de aquel mismo año. Ivy no se encontraba bien de salud; sus padres la cuidaban cuando llegó su supuesto «esposo» de Londres. Este se llamaba Alfred Arthur Rouse y trabajaba de viajante de comercio para la firma W. B. Martin Ltd. de Leicester -fabricantes de ligas y tirantes-. Su zona de venta incluía Londres, la costa sur y unas cuantas ciudades de los Midlands, hasta Leicester. Ganaba un sueldo de cuatro libras a la semana más unas dietas.
Junto con las jugosas comisiones que cobraba por cada venta, suponía unos ingresos totales anuales de unas quinientas libras. Era un buen sueldo para los tiempos que corrían: los campesinos no ganaban más de dos semanales, por ejemplo.
Rouse le había contado a sus crédulos «suegros» que nada más nacer el niño se mudaría con su mujer y su hijo a una gran casa en Kingston, Londres. La estaba «amueblando para que quedase preciosa». También había invitado a la hermana de Ivy a compartir la nueva casa, pero a ella no le seducía la idea porque Alfred le había hecho proposiciones deshonestas.
Nada más llegar, Rouse se disculpó por la tardanza. Comentó que se debía a las casi dieciocho horas que había durado el viaje, y al robo de su coche en Northampton, mientras se tomaba una taza de té en una cafetería, su sombrero y su maleta se quedaron en el vehículo, de ahí que no trajera equipaje. Asimismo, le dijo al señor Jenkins que el coche estaba asegurado, y añadió: «Pero no quiero el dinero, quiero recuperar mi coche.»
Acto seguido, Rouse preguntó por Ivy -a quien llamaba cariñosamente «Paddy»-, y subió a verla al piso de arriba. Cuando volvió a bajar, se sirvió la cena. Pero probablemente el «yerno» no disfrutó de aquella comida. Antes de que acabaran, un amigo de la familia pasó a hacer una visita. Llevaba consigo un periódico en el que se hablaba en primera página de un vehículo quemado. Al enterarse de que le habían robado el coche a Rouse, el hombre mostró la fotografía del diario y le preguntó: «¿Es este su coche? Si es así, se puede ir despidiendo de él … » Alfred aseguró que aquel no era su vehículo, pero, en adelante, procuró evitar el tema.
En realidad, resultaba difícil imaginar cómo pudo zafarse de las preguntas directas. Ni podía justificar sus actos de manera convincente, ni explicar las circunstancias en que le fue sustraído el coche. Quizá la familia Jenkins, consciente de las limitadas facultades intelectuales de Rouse, procuró no avasallarle con preguntas indiscretas.
Sin embargo, las autoridades no tuvieron grandes dificultades para identificar al dueño del vehículo quemado en Hardingstone. Por la matrícula, localizaron el domicilio en Friem Barnet y al día siguiente la policía llamó a la puerta. Temían que el cuerpo carbonizado fuera el del propietario, si bien tampoco se descartaba la posibilidad de que pudiera ser el forastero «trajeado» visto por los dos primos.
Cuando el hijo de Rouse, Arthur Eric, de seis años, confirmó que su papá «había venido esta mañana y se había vuelto a ir», la policía no tuvo ninguna duda: estaba vivo. El próximo paso era identificar el cuerpo carbonizado del Morris Minor. La señora Rouse no pudo decir dónde se encontraba su marido. Estaba muy confundida por la fugaz visita de por la mañana; aunque al mismo tiempo, parecía encantada de tener la oportunidad de hablar con los periodistas que abarrotaban la puerta de su domicilio. «Espero que mi esposo esté a salvo -les dijo-. Para mí esto es algo tremendamente preocupante y del todo misterioso.»
Alfred había abandonado a la familia con cierta precipitación debido a su «otro» matrimonio con Ivy. El señor Jenkins había mandado un telegrama a Rouse: su hija estaba gravemente enferma, debía acudir lo más pronto posible. El esposo bígamo se dirigió Charing Cross Embankment para tomar un autobús y acudir a la llamada de socorro. Un periodista, George Smith, le preguntó a aquel caballero por el autobús que estaba esperando, y se fijó en que parecía haberle puesto en una situación embarazosa. «Estoy hecho un lío. He perdido mi coche. Me lo han robado, sabe usted … », le contestó Alfred Rouse.
Aun completó algo más este cuento en una charla que tuvo con el vendedor de billetes: efectivamente, ahora mismo le habían «pispado» el coche en algún punto de la carretera Great North, añadiendo que se trataba de un modelo Wolseley. A pesar de todo, Alfred aparentaba estar mucho más preocupado por la pérdida de su sombrero, y se refirió a toda esta aventura en un tono de broma. Durante el trayecto hasta Gales siguió parloteando con el conductor, un tal George Bell, y volvió a modificar su historia. Esta vez el coche había desaparecido a las afueras de St. Albans.
Alfred Rouse nunca sería capaz de dar una versión coherente sobre los hechos de la fatídica noche de Guy Fawkes. Probablemente metió un cuerpo en su Morris Minor y le prendió fuego con la esperanza de que creyeran que había muerto. Acto seguido podría haber adquirido una nueva identidad, y escapar de las molestias y complicaciones que suponía vivir como Alfred Arthur Rouse. ¿Pero, entonces, por qué visitó después de su supuesta muerte a su esposa? ¿Y por qué a lvy Jenkins?
Tanto la motivación de asesinar a un desconocido corno las demás explicaciones, siguieron siendo confusas. La familia Jenkins tuvo que sentirse hasta cierto punto alarmada y extrañada por el chocante comportamiento del supuesto yerno; sobre todo después de relacionar el coche carbonizado en Hardingstone con Affred.
Durante la visita de éste, Phyllis Jenkins entró en el salón. Allí estaba su padre charlando con el marido de su hermana. La joven abrió el Daily Sketck frente a ellos, y pudo apreciar una gran fotografía con la matricula del coche perfectamente legible.
Rouse cambió de tema cuando ella le indicó que su nombre aparecía en el periódico y escapó de las preguntas de los Jenkins aprovechando la visita de un amigo de la familia, Hendel Brownhill, al que le pidió que le acercara hasta Cardiff.
Brownhill y su pasajero se pararon a tomar una copa en el hotel Cooper Arms, donde abrumaron a Alfred con preguntas sobre la noticia, que ya era la comidilla nacional. El hijo de un carnicero, Idwal Morris, comentó que los restos hallados en el vehículo eran los de una mujer. Rouse se separó de Brownhill en el hotel y prefirió tomar un autobús hasta Londres. Pero no fue una decisión muy sabia. A las 9,20 de la tarde del 7 de noviembre de 1930, el sargento Robert Skelley le pidió que bajara del autobús en la parada de Hammersmith Bridge Road. Brownhill sospechó de Rouse y puso sobre aviso a la policía. Mted Arthur Rouse nunca volvería a poner un pie fuera de la cárcel.
¿Quién era la víctima?
A pesar de los miles de denuncias sobre familiares desaparecidos, nunca se sabrá la identidad de la víctima del “Misterio del coche en llamas”. Una de las más extrañas historias fue la de la esposa de un tal Frederick Mitchell.
Informó la desaparición de su marido meses después de la tragedia. Según ella, se le aparecía en sueños, y cada vez que esto ocurría, la casa “se llenaba de un fuerte olor a quemado”. Pretendía que su esposo se comunicaba psíquicamente con ella, insistiendo en que era él la víctima del asesinato.
Un candidato más probable podría haber sido un minero en paro llamado Thomas Waite, desaparecido en Brighton cuatro días antes del incendio del Morris. Quizá hiciera autoestop para ir a visitar a su familia en Merthyr Tydfil. Casi toda su vida trabajó en una mina, la más probable ocupación de la víctima según el forense. Los que lo vieron por última vez dijeron que vestía un traje color púrpura con una corbata marrón, la descripción oficial de las ropas del muerto.
PRIMEROS PASOS – Un hombre diferente
La suya fue una juventud feliz, pero tras la guerra, Alfred empezó a comportarse de forma extraña.
Alfred Arthut Rouse, hijo de un tendero acomodado, nació el 6 de abril de 1894 en Milkwood Road, Herne Hill. El Rouse maduro mantenía que su madre, de procedencia irlandesa, era «una primera dama muy bella entre las de su clase»; pero por esta época también iba diciendo que él había estudiado en Eton y Cambridge. La realidad es que sus padres se separaron al cumplir Alfred seis años y el niño se fue a vivir con una tía.
En el colegio resultó ser un buen estudiante; incluso formó parte del coro de la iglesia de Stoke Newington. Tras abandonar la escuela a los catorce años, se puso a trabajar en una empresa de productos textiles, aunque siguió ocupándose de su formación asistiendo a cursos nocturnos.
Aun así, cuando hubo de enfrentarse al juicio, mucha gente se compadeció de él, ya que parecía no entender las más sencillas preguntas. Sus facultades intelectuales habían mermado a causa de las heridas recibidas durante la guerra.
La primera de las muchas «compañeras» que tuvo Rouse fue I:ily Watkins. La conoció en un local de baile de Londres a los diecisiete años, el noviazgo duró tres, y el 29 de noviembre de 1914, poco antes de estallar la guerra, se casaron en la iglesia de St. Saviour, en St. Albans. El matrimonio se mantuvo en secreto para los padres de la novia hasta que en marzo de 1915 fue destinado a Francia.
El joven infante pertenecía al Reginúento de la Reina, n.’ 24, y resultó gravemente herido a las diez semanas de estar en el frente. Unos trozos de metralla le alcanzaron en la cabeza y en una rodilla. Para salvar la vida, necesitó una intervención quirúrgica de urgencia en la zona craneana y la convalecencia transcurrió en Leeds y en Clacton.
Luego siguió internado en diferentes hospitales, hasta que le declararon inválido de guerra y le licenciaron con una pensión de incapacidad que cobraba íntegra. Posteriormente la pensión se redujo al 75 por 100, pero la cobró hasta 1920. Sufrió numerosos efectos secundarios a causa de las heridas, como mareos y pérdida de memoria.
Rouse volvió con su mujer y vivió con ella en Stoke Newington, donde adquirieron la fama de ser gente agradable. Alfred era admirado por su voz de cantante. Pero encubría un fondo de irresponsabilidad y deshonestidad. Secretamente disfrutaba de una vida muy diferente a la que llevaba con Lily. Se casó otras dos veces, y procreó muchos hijos ilegítimos. Su trabajo le permitía estas libertades, ya que era viajante de comercio y recorría el sur de Inglaterra; al fin y al cabo, podía justificar los largos períodos que pasaba fuera del primer hogar. Su posición le facilitó un cierto bienestar familiar; incluso ganó lo suficiente para comprar una casa en Friern Barnet.
LA DETENCIÓN – Vida simulada, muerte fingida
Los detectives hurgaron en las cenizas con la esperanza de encontrar alguna pista que permitiese identificar a la víctima abrasada. Varias esposas se vistieron de luto por el conductor fallecido. Pero la muerte del esposo bígamo fue tan falsa como sus matrimonios.
Un grupo de gente del pueblo se arremolinó en la fatídica mañana del 6 de noviembre de 1930 alrededor de la humeante carrocería del Morris Minor. Sospechaban que el coche calcinado había sido testigo de un terrible suceso y todos esperaban con impaciencia la llegada de la policía de Northampton.
Al inspector Lawrence se le planteó un dilema nada más presentarse en el lugar de los hechos: el vehículo siniestrado bloqueaba el camino hacia Hardingstone, una travesía de mucho tráfico, y tampoco se podía dejar a la vista el cuerpo que se encontraba en su interior, ya que era un espectáculo demasiado espantoso. El inspector decidió trasladar los restos humanos a las dependencias de un hotel cercano y después movieron lo que quedaba del coche hasta el borde de la carretera. Pero la chatarra quedó allí sin vigilancia; la policía ni siquiera sacó fotos para conservar un testimonio de su ubicación, negligencia que sería muy criticada andando el tiempo. Incluso un fotógrafo que trabajaba por cuenta propia, Arthur Ashford, se permitió hacer algunos «arreglos» para componer una imagen mejor, sin que nadie se lo impidiera.
Lejos de allí, la policía trataba de localizar al dueño del Morris Minor e identificar al pasajero muerto. El sargento detective Skelly declaró que cuando hizo bajar del autobús a Rouse, en Harnmersmith, no estaha deteniendo a un asesino, sólo deseaba hacerle unas preguntas al dueño del coche quemado, y Alfred estuvo encantado de poderle responder: «Estoy muy contento de que todo haya pasado ya. No he podido pegar ojo con todo este asunto … » Aceptó ser el responsable del vehículo, y dijo que precisamente estaba de camino hacia Scotland Yard para explicar el accidente y el fuego.
En la comisaría, Rouse dio una de sus muchas explicaciones sobre el incendio de su coche. Según él, estaba de viaje hacia Leicester a causa de una cita de negocios y para cobrar una cantidad de dinero que sus jefes le debían. A la salida de St. Albans recogió a un hombre de aspecto respetable para llevarle hasta los Midlands. Pero se perdió, y el motor empezó a espetar como cuando se le acaba la gasolina. Aparcó a un lado de la calzada y le dio al pasajero un bidón para rellenar el depósito.
Entretanto, él se alejó unos pasos y aprovechó para aliviar sus necesidades. Al subirse la cremallera del pantalón, echó un vistazo en dirección al coche y quedo horrorizado: una fuerte llamarada envolvía al vehículo. Volvió corriendo, pero no pudo hacer nada por el desdichado pasajero; estaba atrapado en el interior. Intentó abrir la puerta, pero todo fue en vano. Presa del pánico, huyó del lugar, tropezándose con los dos primos en el Camino. «Me sentía responsable de lo que había ocurrido. Perdí los nervios. No sabía qué hacer. La verdad es que no he sido consciente de lo que he hecho desde entonces … »
Al preguntarle por qué rescató su maletín, la explicación de Rouse no fue del todo convincente. Dijo que su anónimo pasajero le puso la mano encima, y entonces decidió no separarse un instante de él. Le preguntaron si conocía la causa concreta del incendio, a lo que respondió que podía deberse al cigarro que fumaba la víctima. Quizá «lo sustuvo demasiado cerca de la lata de gasolina. Seguramente se descuidó».
Si Alfred hubiese prendido fuego al coche -con pasajero incluido- algunos años antes, nadie podría haber contradicho su historia. Pero desafortunadamente para él, a pesar de que los restos del automóvil y del cadáver estaban carbonizados, el famoso patólogo criminalista sir Bernard Spilsbury extrajo bastante información de ellos. Sus primeros exámenes desvelaron algo mucho más siniestro que una muerte accidental.
Spilsbury analizó el cuerpo el lunes 10 de noviembre en el garaje de la posada Crown Inn de Hardingstone. Al principio parecía que se trataba del cadáver de una mujer joven, ya que un zapato carbonizado de mujer fue hallado en el lugar del fuego, pero el patólogo estableció que el sexo de la víctima era masculino.
Las investigaciones de Spilsbury dieron unos resultados sorprendentes. El intenso calor -se calcula que superó los 1.800 grados Fahrenheit- hizo saltar la tapa de los sesos del muerto. El hombre debía medir 1,60 de estatura, su edad rondaría entre los treinta y tres y treinta y siete años, y, dado que existían restos de pigmento en sus pulmones, podría haber trabajado o trabajar en una mina de carbón.
Los restos del pasajero se conservaron durante meses en el Hospital General de Northampton. Pero aunque varias personas habían visto al hombre antes de que Rouse lo recogiera, su identidad siguió siendo un misterio. Un agente de policía que estuvo de patrulla en la nacional de Birmingham a Londres en la noche del 5 de noviembre, tuvo que llamar la atención al conductor de un Morris Minor que no llevaba encendidas las luces traseras. El agente, David Lilley, habló con Rouse, y describió al pasajero como un hombre de «baja estatura con una cara pálida y ovalada».
Por esas fechas, un empleado de la compañía de seguros Lloyd’s hizo público que el seguro de Rouse cubría los daños a terceros. Esto supuso un diluvio de cartas en las comisarías; cientos de mujeres denunciaban que sus maridos, padres, hermanos o hijos habían desaparecido. Las mil libras que se ofrecieron como señuelo resultaron ser un poderoso incentivo para que las familias se pusieran a buscar a sus extraviados. Aun así, la identidad del acompañante permaneció en el misterio.
Tras la primera declaración de Rouse en la comisaría de Hammersmith, los detectives de Northampton fueron a interrogarle. Esta vez contó que cuando el camionero le recogió en la carretera, después del accidente, no habló del fuego porque estaba muy avergonzado, y temía que aquel hombre no quisiera llevar en su camión a alguien que había dejado a una persona abrasándose dentro de un coche. Tras esta declaración, la policía trasladó a Alfted Rouse a Northampton y le acusó del asesinato de su pasajero, de identidad desconocida.
Mientras estuvo detenido en Northampton, el presunto asesino ya empezó a dar muestras de su tortuosa mentalidad. jactanciosamente habló de que tenía todo un harén de mujeres. Y de su esposa, que «ahora no hace preguntas y es demasiado buena para mi».
Los mariposeos de Rouse le habían llevado a la bancarrota. Era bígamo por partida múltiple, con numerosos hijos por todo el sur de Inglaterra y el coste de mantener a todas estas familias era extremadamente alto.
En el otoño de 1930 la situación se hizo insostenible, sus ingresos no le llegaban para tanto gasto. Por una parte debía pagar los plazos del automóvil y de la casa. Por otra, apartar una cantidad semanal para su esposa real y todavía quedaban las pensiones alimenticias que adeudaba a sus otras «familias», ya que contra él ya existían dos órdenes judiciales de pago obligatorio. Al mismo tiempo, la paciencia de su verdadera mujer se estaba agotando al conocer cada vez más detalles de sus presuntas infidelidades y parece ser que habló con su marido de separación.
El sitiado Romeo empezó a tener ocurrencias rayanas en la locura. Pensó que todos sus problemas se resolverían si el mundo le creía muerto. La trágica víctima de un accidente de automóvil. ¡Quizá de un desesperado suicidio! Entonces podría empezar de nuevo incluso podría reanudar su carrera de rompecorazones. Rouse concibió el plan de dejar un cuerpo bien chamuscado en su vehículo, de forma que todo el mundo creyese que aquel cadáver era el de él. Lo que no incluyó en sus cálculos fue la habilidad del experto forense o el tropezón que tuvo con los dos primos esa noche.
Noche de fiesta
Rouse eligió una noche favorable para quemar el automóvil y a la víctima. El 5 de noviembre, la noche de Guy Fawkes, los británicos celebran con hogueras y fuegos artificiales el fracaso, en 1605, de una conspiración para deponer al rey protestante Jaime I y disolver el Parlamento. La «Conspiración de la Pólvora» fue descubierta a tiempo, y su instigador, Guy Fawkes, detenido. En el potro lo confesó todo y murió ejecutado.
Todos los años se rememora su muerte mediante la quema de guys -muñecos de paja vestidos- en grandes hogueras. Rouse creyó que a nadie le llamaría la atención su peculiar hoguera. Si no hubiera sido por la curiosidad de dos paseantes, bien pudiera haberse salido con la suya.
Las mujeres de Rouse
- Lily Watkins.
Era la verdadera esposa de Alfred. Parece ser que fue muy tolerante con los mariposeos de su marido; incluso aceptó cuidar al hijo ilegítimo del segundo matrimonio de Rouse.
No se sabe si Lily estaba al corriente del plan de su marido, ni si tenía la idea de compartir con él, tras su “muerte”, el dinero del seguro.
- Hellen Campbell.
La más joven de las supuestas esposas de Alfred. La sedujo cuando solo tenía 14 años, y un año más tarde tuvo un hijo suyo, aunque murió siendo muy pequeño. Cuando la volvió a dejar embarazada, le presionó para que se casasen por la iglesia. Con este acto se convirtió en bígamo.
- Nellie Tucker.
Una chica de servir que conoció s Rouse en 1925, a los 17 años, y en 1928 tuvo un hijo suyo. Una semana antes del incendio del Morris le había dado un segundo hijo. Su supuesto marido la visitó en el hospital de Londres durante el periodo de reposo posparto. Estuvo con ella y el recién nacido en la noche de Guy Fawkes, pero se despidió alrededor de las ocho de la tarde.
- Ivy Jenkins.
Una enfermera galesa que Alfred dejó embarazada. Ante sus padres, fingió que se había casado con él el día de su 21 cumpleaños. El suegro escribió al “esposo” contándole que se habían presentado complicaciones durante el embarazo. Rouse recibió la carta inmediatamente antes de cometer el crimen.
PUNTO DE MIRA – Herido en combate
Al principio, su vida fue totalmente normal. No destacó por nada durante su época colegial. Pero al volver de la guerra, Alfred Arthur Rouse se convirtió en un mentiroso, un mujeriego y un bígamo.
Rouse sufrió graves heridas en la cabeza durante la Primera Guerra Mundial; algunos criminólogos han sugerido que su cerebro resultó afectado y esto repercutió en sus relaciones sexuales. La teoría es difícil de demostrar porque el joven Alfred casi no tuvo tiempo de mantener relaciones amorosas antes de ser enviado al frente.
Sin embargo, parecía completamente incapacitado para enfrentarse con situaciones reales o desagradables. No le importó cometer el delito de bigamia porque prefería hacer felices a las mujeres contrayendo matrimonio; hizo caso omiso de la crueldad que suponía quitarle la vida a otro porque deseaba escapar de las molestas responsabilidades que él se había buscado como marido y padre de familia.
Durante el servicio militar en Francia, ya tuvo un hijo ilegítimo, pero a la vuelta, siguió relacionándose con mujeres y trayendo hijos al mundo, lo que le llevó a endeudarse hasta lo indecible, porque tenía que pagar la manutención de innumerables familias. Sus conquistas incluían a criadas, dependientas y camareras, a las que impresionaba con sus atractivas historias sobre los días que pasó estudiando en Eton y Cambridge o relatando cómo fue declarado inválido en el ejército licenciándose con el rango de general. Rouse no paraba de dar muestras de que sus dificultades para enfrentarse con la realidad eran insuperables.
En 1923 tuvo una hija con una chica llamada Helen Campbell, pero la criatura murió al cabo de cinco semanas. Al año siguiente se casó con ella cometiendo bigamia, y tuvieron otro crío, esta vez un niño. En 1925 conoció a la jovencísima Nellie Tucker y en mayo nació una hija que bautizaron con el nombre de Pamelita. En octubre de 1930, Nellie le dio otra hija, Patricia, y simultáneamente lvy Jenkins se quedó embarazada.
Entretanto, las cantidades que Rouse debía pagar a sus numerosas «familias» iban en aumento. Cuando leyó en los periódicos el homicidio de una tal Agnes Keeson -que la Policía había sido incapaz de resolver-, pensó que sería fácil engañar a los agentes de la ley, y decidió escenificar su propia muerte. Lo que el falso fallecido pensaba hacer después del supuesto entierro es difícil de imaginar, pero es muy probable que quisiera adoptar una nueva identidad para escapar de las consecuencias financieras de sus muchos amoríos.
La caligrafía de Rouse
La letra de Rouse revela una personalidad con importantes anormalidades. Un grafólogo que no conocía la identidad del redactor del texto declaró lo siguiente tras estudiar una muestra autógrafa: “Se trata de una persona poco sincera, dada al secreto, con mala conciencia; es un sujeto evasivo, poco de fiar, fanfarrón, vanidoso, inteligente, astuto, con mucha labia; un hombre de negocios sin principios, un conversador hábil, con un grave complejo de inferioridad”.
Sería justo añadir que el comportamiento obsesivo de Rouse, y sus inclinaciones asesinas, podrían ser explicadas por las heridas que recibió en la cabeza durante la Primera Guerra Mundial.
EN LA SALA – Divertimento público
La gente acudió a ver al bígamo mientras los científicos trataban de esclarecer el asesinato. El «misterio del coche en llamas» reunía todos los elementos de un gran drama.
El juicio por asesinato contra Alfred Arthur Rouse se inició en los juzgados de Northamptonshire el 26 de enero de 1931. La Fiscalía del Estado estaba representada por Norman Birkett, que acusó al presunto asesino de haber dejado inconsciente a una persona, empaparla de gasolina y después prenderla fuego deliberadamente.
Uno de los testigos clave de la acusación fue sir Bernard Spilsbury, y su intervención se dividió en dos partes. A pesar de que no tuvo ningún problema para convencer al jurado de que la víctima había muerto a causa de las quemaduras, Spiisbury quería ir más allá y demostrar que el sujeto estaba inconsciente antes de ser devorado por las llamas.
Las declaraciones del policía Copping establecían que el cuerpo fue encontrado tumbado boca abajo, con la cabeza apoyada en el asiento del conductor. El brazo derecho estaba estirado, «como si lo hubieran colocado sobre el respaldo del asiento, que se había hundido durante el incendio”. El fuego había destruido tanto las manos como la parte baja de las piernas, pero aún pudo deducirse que la pierna izquierda estaba doblada hacia el tronco. Norman Birkett preguntó a Spilsbury qué conclusiones sacaba de todo ello. La contestación fue clara: el hombre fue introducido a la fuerza en el vehículo, es más, creía que la víctima no se había movido en absoluto durante el incendio. La posición del cuerpo, y sobre todo la forma en que se encontraba estirada la pierna derecha, indicaban que la víctima no podía moverse.
Durante la mayor parte del juicio, Rouse no se inmutó mientras escuchaba las graves acusaciones formuladas en su contra. Daba la impresión de asistir a todo el procedimiento como si se tratase de un juego en el que él llevaba las de ganar. Incluso hubo momentos en los que sintió la necesidad de hacer gala de sus conocimientos técnicos y explicó lo que «de verdad» había ocurrido dentro del automóvil en llamas. No obstante, esta confianza en sí mismo acabó traicionándole cuando le preguntaron si había metido en el coche a un hombre inconsciente y respondió temerariamente: «Mi mollera me da para algo más que eso … »
Spilsbury suponía que al iniciarse el fuego, la víctima ya estaba desmayada, con los pies fuera del coche. El señor Donald Finnemore, abogado defensor, intentó que el forense admitiera que el hombre luchaba por salir del automóvil antes de ser engullido por las llamas y que en un último y desesperado intento por escapar de aquel infierno habría procurado avanzar hacia la puerta, de ahí que la pierna estuviese estirada. Pero el prestigioso forense resultó difícil de convencer. «Mucho antes de que eso ocurriera, hubiese muerto», le contestó categórico.
Se pidió al tribunal que prestase especial atención a un jirón de tejido procedente del pantalón de la víctima y que había sobrevivido al incendio. El trocito no fue alcanzado por las llamas debido a que la pierna izquierda del hombre se mantuvo doblada contra su estómago. En un primer análisis se descubrió que el trozo de tela olía a gasolina, lo que apoyaba la teoría de Spilsbury de que la víctima fue rociada con gasolina por una tercera persona. La defensa argumentaba que la gasolina se había derramado por accidente.
Pero este último argumento ejerció muy poca influencia en el jurado. Habían oído las declaraciones del propio inculpado desde el banquillo de los testigos, y no dejó de sorprenderles la sangre fría de un sujeto que abandona a su mujer porque nunca le había «atendido debidamente», y acto seguido se desentendía -según sus propias palabras-, del pasajero atrapado en su vehículo sin sentir la más mínima lástima o compasión por el fallecido.
En este momento la acusación presentó una prueba vital. Un tal sargento Harris encontró un mazo a pocos metros de coche y el acusado admitió que le pertenecía, y que lo solía utilizar para reparar las abolladuras de los parachoques. Pero la noche en cuestión lo había empleado para aflojar el tapón del bidón de gasolina. Quizá fuera cierto; pero lo que en todo caso parecía irrebatible era el hallazgo de tres pelos pegados al mazo.
Norman Birkett no perdió esta oportunidad: era la prueba de que la víctima estaba inconsciente antes del fuego. La acusación insistió en que Rouse sacudió al desafortunado con el mazo para aturdirle, y después lo empujó al interior del automóvil. Sin embargo, la prueba no era concluyente: se encontró la herramienta quince horas después del presunto asesinato. Por tanto, cabía la posibilidad de que una tercera persona hubiera sido la ejecutara de los mazazos. Tampoco los análisis forenses fueron definitivos. Bajo el microscopio, uno de los cabellos «parecía» humano: «Tiene las características de un pelo humano -declaró Spilsbury-. Es todo lo que puedo afirmar con seguridad.»
Finalmente, el jurado se convenció de que el hombre sentado ante ellos era un asesino. El elemento que inclinó la balanza fue el testimonio de un experto en incendios llamado coronel Cuthbert Buckle, el cual declaró que tenía veintiséis años de experiencia en materia e incendios; había participado en la investigación de unos diez mil y durante los cuatro últimos años más de cincuenta vehículos incendiados pasaron por sus manos.
Tras examinar los restos del Morris Minor, el coronel había llegado a la conclusión de que el foco del fuego se podría situar bajo el capó, cerca del depósito de gasolina, pero, a su juicio, las llamas fueron alimentadas desde otro lugar diferente. Matizó que las pruebas apuntaban hacia una llamarada sostenida, como si se hubiera añadido sin interrupción más combustible. Esto quería decir que el incendio del automóvil no había sido accidental.
El coronel Buckle descubrió asimismo que uno de los anclajes del depósito de gasolina fue aflojado mediante un violento giro de tuerca. Estaba convencido de que no pudo deberse a un accidente ni al efecto del calor. Explicó ante el jurado que la fuga de gasolina provocada por esta acción sería muy peligrosa. El creía que el asesino había forzado deliberadamente esta junta.
Uno de los asistentes al juicio describió la actitud de Rouse mientras escuchaba las declaraciones del especialista: «aparentaba estar totalmente relajado». Pero también notó que el acusado se ponía muy serio cada vez que se mencionaba el carburador del vehículo. Alfred sabía que el tapón del carburador no podía desenroscarse por accidente; y también, que era él quien lo había aflojado.
Una junta sí que podía soltarse por la deformación producida por el intenso calor. Nunca conseguirían demostrar que él la hubiera estropeado a propósito.
La acusación no profundizó en los motivos que pudo tener Rouse para quemar a una persona inocente, era suficiente con demostrar que lo había hecho. Mientras tanto, los periódicos habían publicado su larga lista de conquistas, en los casos de bigamia en que se había visto envuelto, y sus muchos problemas financieros. Quizás el jurado no necesitaba que le convencieran mediante pruebas de que allí había un hombre que había asesinado con la esperanza de poder asumir después una nueva identidad.
El juicio duró seis días y en este período el juez señaló que «hay que remontarse muy atrás en nuestra historia judicial para encontrar un caso que tenga algún parecido con el que nos ocupa». El último día del juicio fue frío y tormentoso, una típica mañana de enero, pero un verdadero gentío se arremolinó frente al juzgado. Justo antes del mediodía, el jurado se retiró a deliberar. Permanecieron fuera del edifico aproximadamente una hora y cuarto, vieron el lugar de los hechos, comieron, y volvieron con un veredicto unánime.
En cuanto se pronunció, uno de los periodistas asistentes se precipitó hacia la ventana de la sala y agitó un pañuelo. Enfrente, en el hotel Black Boy, otro reportero estaba esperando esta señal para llamar de inmediato a la redacción de su periódico en Londres. El blanco significaría inocente; el rojo, culpable. El pañuelo era rojo.
Rouse escuchó la decisión del jurado con un ligero encogimiento de hombros. Dos de sus mujeres, Nellie Tucker y Helen Carnpbell, sufrieron una crisis y estallaron en lágrimas.
Cuando le preguntaron si tenía algo que añadir, Alfred Rouse se cogió al pasamanos del banquillo, y con una voz apagada pero entera, dijo: «Sólo que soy inocente.»
Tampoco perdió los nervios cuando se pronunció la sentencia de muerte. Incluso saludó a los periodistas y a las mujeres que se encontraban en la sala antes de ser conducido a los calabozos por una puerta lateral. Fue trasladado a Bedford Gaol, donde el alcaide había mandado dar una mano de pintura a la celda reservada a los condenados a muerte.
A los pocos días, el reo apeló, y aunque su petición fue estudiada un mes después de fallarse el juicio, no tuvo éxito. Otras personas organizaron una recogida de firmas pidiendo el indulto. Algunas, de los muchos miles de firmas, las obtuvo la propia Helen Campbell y el escrito fue presentado en el Ministerio del Interior en vano.
La víspera de su ejecución, Rouse no quiso jugar la partida que solía echar con el guardián del turno de noche. Vio a su mujer por última vez, y le dijo: «Eres la mujer más buena que jamás he conocido. Espero que el futuro guarde para ti mayores alegrías.» Ella contestó: «Adiós, Daddy. Siento que tenga que ser así.»
Poco antes de las ocho de la mañana del 10 de marzo de 1930, Alfred Rouse fue sacado de la celda gritando y pataleando. En cuanto le pusieron la capucha negra se dio por vencido y permaneció quieto. A los pocos segundos había muerto.
Norman Birkett
La Fiscalía tuvo en el coronel Cuthhert Buckle a uno de sus principales testigos. El especialista en incendios examinó el Morris Minor y se fijó en que la junta del tubo de gasolina había sido aflojada por un fuerte giro de llave, y llegó a la conclusión que sólo podía deberse a una acción intencionada.
Tras publicarse su testimonio en la prensa, una serie de especialistas dejaron oír su voz para discutir la teoría del coronel. Declararon que el calor intenso podía haber reblandecido el metal haciendo ceder a la junta. Al interrogar a Arthur Isaacs, uno de los mecánicos que se presentó como testigo de la defensa, Norman Birkett le preguntó si conocía el coeficiente de dilatación del latón. Isaacs no supo responder con decisión, y esto socavó fatalmente su credibilidad. El jurado recibió la impresión de que el mecánico no sabía exactamente por qué se dilató la unión de latón.
El debate sobre la fijación del tubo de gasolina nunca ha sido dilucidado satisfactoriamente hasta nuestros días.
DEBATE ABIERTO – Sin dejar rastro
Muchas personas desaparecen de sus hogares sin más explicación. Pero, cuando los que intentan esfumarse son gente conocida, lo que consiguen es convertirse en el centro de atención. El ministro laborista británico John Stonehouse se hizo famoso después de volatilizarse.
Miles de personas desaparecen todos los años en Gran Bretaña. Algunas son trágicas víctimas de raptos o asesinatos, pero otras abandonan sus casas y a sus familias con la intención de empezar una nueva vida. Estás últimas prefieren no ser descubiertas. Muchos adolescentes se marchan de sus casas atraídos por las luces de la gran ciudad, y la mayoría quedan atrapados en una red de miseria y desesperación .
Sin embargo, hay veces que son los poderosos los que deciden “evaporarse». Uno de los casos más famosos de la historia reciente es el de un ministro laborista británico cuyas ropas se hallaron en una playa de Miami en noviembre de 1974.
John Stonehouse, tuvo una brillante carrera parlamentaria y llegó a la Cámara de los Comunes en 1957, como representante del distrito electoral de Walsall North. El líder laborista Harold Wilson enseguida apreció su talento político y el ascenso quedó asegurado.
En 1968 fue nombrado director general del Servicio de Correos y por entonces comentó con algunos amigos que su sueño dorado era el de convertirse en jefe del partido. Pero sus ilusiones quedaron hechas añicos cuando los laboristas perdieron las elecciones de 1970. Además, su arrogancia había generado un ambiente de desagrado y desconfianza entre sus propios compañeros de partido.
Una mañana, la prensa de todo el mundo daba la noticia de que Stonehouse había muerto ahogado. Pero, al cabo de pocos días, se empezó a dudar de la veracidad de los hechos, ya que la playa era una de las más seguras, y constantemente estaba patrullada por lanchas de rescate. No se encontró el más mínimo rastro del cadáver ni siquiera después de que expertos oceanógrafos comprobaran las corrientes marinas y buscaran en las probables zonas donde el cuerpo podía haber sido arrojado a tierra por la marea.
Otras autoridades empezaron a examinar los asuntos financieros del parlamentario y el FBI pidió a Scotland Yard un informe confidencial. Las compañías de seguros con las que el diputado había contratado pólizas de vida decidieron retener los pagos hasta que se dilucidaran las circunstancias de la muerte.
Al «fallecido» se le acabó la suerte la víspera de Navidad de 1974. La policía de Melbourne estaba buscando a otro ciudadano inglés desaparecido, Lord Lucan -reclamado por Scotland Yard por el asesinato de la niñera de sus hijos-. Los agentes sospecharon de un hombre llamado Markham y le detuvieron. No se trataba de Lord Lucan, sino de John Stonehouse, que había asumido la identidad de uno de sus votantes fallecidos. Su secretaria y amante, Sheila Buckley, le ayudó a transformarse en el señor Markham.
Se libró una larga batalla por la extradicción de la pareja durante seis meses. El parlamentario intentó escaparse de la custodia policial para no volver a Gran Bretaña, pero finalmente ambos tuvieron que enfrentarse al juez en los tribunales de Bow Street. El fiscal expuso los cargos de fraude y conspiración. «Márkham» se negó a dimitir como parlamentario y utilizó sus prerrogativas como diputado para pronunciar un discurso de una hora sobre «los males del engaño, la conspiración, la decadencia moral y el materialismo» en la Cámara de los Comunes.
Stonehouse se enfrentó con un juicio de setenta días en Old Bailey, se defendió a sí mismo y fue condenado a siete años de cárcel.
Antes de ser expulsado de la Cámara, prefirió renunciar a su escaño y al cabo de tres años fue puesto en libertad bajo palabra y se casó con la señorita Buckley Esta había sido sentenciada a dos años de prisión, pero no pasó ni un solo día entre rejas. Stonchouse falleció en abril de 1988.
John Stonehouse
John Stonehouse nació en 1925 y fue a la escuela Taunton de Southampton. Ya de niño se decía de él que poseía «energía, perspicacia y capacidad de liderazgo». Antes de cumplir su servicio militar en la RAF como piloto e instructor, trabajó para el Servicio de Libertad Vigilada. Durante la época de estudiante en la London School of Economics llegó a la presidencia de la asociación laborista. Fue elegido parlamentario en 1957.
La primera duda sobre su integridad personal surgió cuando intentó montar un negocio privado en plena visita oficial a la Central African Federation. Pero sus éxitos pesaron más que sus errores. El gobierno de Rhodesia (actual Zimbabwe) prohibió su entrada en el país después de que pronunciara duros discursos en su contra. Esto le dio fama entre los compañeros de su partido y ciertos parlamentarios liberales.
A pesar de los millones de libras que Stonehouse estafó, tras salir de prisión vivió modestamente, ocupando su tiempo en escribir novelas.
Conclusiones
El día después de la ejecución de Rouse apareció su confesión completa en el Daily Sketch. En ella admitía haber querido engañar a la policía haciéndole pensar que el hombre muerto era él. Otros periódicos contraatacaron diciendo que la confesión era mentira. Pero probablemente lo hicieron porque ellos habían incapaces de conseguir la primicia. El Daily pagó más. No se sabe a qué fines destinó Alfred el dinero que ganó con este ejemplo clásico de «periodismo de compraventa».
El News of The World publicó el domingo anterior a la muerte de Rouse una carta de su mujer. En ella confesaba que Alfred le había dicho antes de cursar su apelación que era culpable.
La disputa sobre la junta aflojada continúa aún hoy en día. En 1983 un especialista que intervino en el caso explicó que la tuerca no se hubiera aflojado significativamente por la acción del calor. Era una respuesta a una serie de artículos publicados por el Manchester Evening News y escritos por Jonathan Goodman. En su confesión, Rouse admitía haber aflojado la tuerca.
Treinta años después, el fiscal del caso Rouse, ennoblecido como Norman Birkett, fue la primera persona entrevistada en el famoso espacio televisivo de la BBC “Cara a cara” y reveló que al interrogar a las amantes de Rouse había sido muy prudente para que el Tribunal de Apelación no considerase que se estaba predeterminando al jurado. He aquí por qué nunca se discutieron los motivos del criminal durante el procedimiento.